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Fuente de los cuatro ríos: monumento a un papa, un emperador y un faraón

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Camille Dalmas - publicado el 03/04/24

Construida en el siglo XVII, la Fuente de los cuatro ríos de la Plaza Navona de Roma es testigo del prestigio de los papas, el poder de los emperadores romanos y la misteriosa piedad de los faraones

Situada en el centro de la plaza Navona, esta estructura es famosa en todo el mundo. Conocida como la “Fuente de los cuatro ríos”, fue encargada por el Papa Inocencio X al escultor y arquitecto Bernini, que terminó su obra en 1651. Frente a este espectáculo pirotécnico de chorros de agua, miles de turistas acuden cada día a contemplar las musculosas encarnaciones de los grandes ríos del mundo -el Danubio, el Ganges, el Nilo y el Río de la Plata-, estatuas aferradas a una rocalla barroca.

Los transeúntes se sienten atraídos por el murmullo del agua y la expresividad de las alegorías. Pero, como suele ocurrir en Roma, hay que mirar hacia arriba para no perderse nada. Bernini colocó un enorme obelisco sobre la estructura a petición del Papa, y su historia es particularmente inusual. Si comenzamos por la parte superior del monolito, encontraremos, como suele ocurrir en Roma, una cruz de bronce sobre el edificio pagano. Debajo de la cruz, el artista ha representado una paloma con una rama de olivo, el escudo de armas de la familia Pamphilj a la que pertenecía Inocencio X.

Plaza navona

Gracias a este monumento, este Papa pertenece a la familia de los “Papas faraones” que decidieron realzar la herencia egipcia presente en Roma. Como él, Sixto V (1585-1590), Alejandro VII (1655-1667), Clemente XI (1700-1721), Pío VI (1775-1799) y Pío VII (1800-1823) instalaron uno de los 13 obeliscos. La construcción de la fuente, muy costosa, no agradó a todos. El pueblo de Roma dejó muy clara su opinión dejando esta inscripción en el monumento: “Dic ut lapides isti panes fiant”. Que significa: “Haz que estas piedras se conviertan en pan”.

Prestigio y universalidad

Al rehabilitar los obeliscos, los papas revivían el prestigio de los emperadores de antaño y se proclamaban defensores de una universalidad capaz de abarcar todas las culturas, incluso las paganas de antaño. Fue esta consideración, alimentada por el pensamiento humanista de su época, la que condujo a la creación de los Museos Vaticanos por el Papa Julio II en el siglo XVI. Por último, la fascinación por los “misterios” egipcios alimentó la curiosidad de muchas mentes eruditas de la época.

Para restaurar el obelisco de la plaza Navona -conocido también como “obelisco agonal”-, los talleres de Bernini tuvieron que restaurar las cuatro caras de granito del monumento, que se habían deteriorado. Esto se aplica a su “piramidión”, la punta piramidal del obelisco. Para ello se recurrió a un tal Athanasius Kircher, un erudito apodado “el último hombre que lo sabía todo”, pero que, por supuesto, sabía muy poco de jeroglíficos. No obstante, completó algunos fragmentos.

Inscripciones misteriosas

Estas inscripciones, traducidas en el siglo XX, revelan un hecho sorprendente: este obelisco, aunque tallado en Egipto y luego transportado a Roma, fue diseñado a petición del emperador Domiciano, y no rescatado de los restos de los reinos egipcios. Por tanto, los jeroglíficos se escribieron para el soberano romano, pero se inspiraron claramente en la forma de describir a los faraones de antaño, señaló el egiptólogo italiano Nicola Barbagli en una conferencia organizada por los Museos Vaticanos.

Domiciano, emperador del siglo I, estaba de hecho personalmente vinculado a Egipto, territorio que había pertenecido al Imperio Romano durante casi 100 años. Su padre, el emperador Vespasiano, se había enterado de que iba a convertirse en emperador en el año 69 mientras rezaba en el templo de Serapis en Alejandría. Las circunstancias que rodearon este episodio son extrañas y, según un cronista, hubo milagros de por medio.

Papa y constructor

Plaza Navona

Como emperador, Vespasiano fomentó una verdadera piedad, mezclada con creencias mágicas, hacia dioses como Isis y Serapis, que transmitió a sus sucesores Tito (79-81) y Domiciano (81-96). Para el pueblo egipcio, el emperador era considerado entonces un faraón, a pesar del fin de la dinastía ptolemaica con la muerte de Cleopatra en el año 30 a.C., y Domiciano parece haber sido especialmente consciente de esta responsabilidad y de sus implicaciones espirituales.

En un solo monumento, la historia testimonia así el prestigio de un papa constructor y humanista, la piedad esotérica de un emperador y la persistencia, en la antigua Roma, del linaje de los faraones.

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