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La oración supone que ocurra algo en el que ora. Es siempre un acontecimiento. Nos sorprende, nos encuentra desprevenidos, nos deja un poco pasmados por lo que permanecía oculto en nosotros, que de repente, viene a la superficie y toma posesión.
No es algo oscuro, sino luminoso. No es una parte que duerme, sino una parte que está viva, latente, una fuente de vida.
Dios ha derramado su Espíritu en nosotros y su murmullo antecede a nuestra oración, mucho antes de que comencemos a orar conscientemente.
La pregunta es: ¿cómo sacar a la superficie ese Espíritu? ¿Podemos lograrlo nosotros solos? ¿Cómo hacerlo?
Acá algunas notas tomadas del libro A merced de su gracia de André Louf.
Aprender a orar
La tradición cristiana nos propone varios tipos de oración.
Podemos orar con nuestra imaginación a través de una imagen o de una representación de un pasaje del Evangelio y, que a través de esta imagen, nuestro corazón se sienta tocado, recuerde alguna experiencia o llegue a alguna conclusión.
De igual forma, podemos hacer una oración más racional, consideraciones abstractas sobre la verdad que nos lleven a una visión más clara de las cosas o a una convicción más fuerte que sea capaz de despertar nuestros sentimientos religiosos.
Sin embargo, a través de estos métodos, podemos llegar a un punto muerto. Nos damos cuenta de que no ocurre nada en nuestra imaginación, nada en nuestra inteligencia y nada en nuestra sensibilidad.
Lo que importa no es esto. Lo que importa es detenernos en profundo silencio y esperar allí a que suceda algo; no una idea, un sentimiento, una imagen o un pensamiento. No un algo diferente, sino Uno diferente, Otro, el Otro absoluto.
Cuando soy débil, entonces soy fuerte
Pero sucede que nos debatimos, nos impacientamos, nos esforzamos, hacemos todo lo posible... nos esforzamos en ser generosos, fervorosos y entregados a los demás, pero nada nos resulta y nos desanimamos. Cualquier cosa es más fácil que experimentar nuestra absoluta impotencia ante Dios.
¿Qué hacer en este punto muerto? No agitarse, sino simplemente permanecer en el callejón sin salida. No huir bajo ningún pretexto. Es allí, en este lugar, donde seremos liberados, en pasivo.
No seremos liberados por nosotros mismos, por nuestros esfuerzos, seremos liberados por Otro.
Se trata de ser capaces de no dominar la situación y permanecer en nuestra impotencia, para que sea allí, y no en otra parte, donde tome fuerza Dios. La oración es también experiencia de salvación.
Nuestro proyecto personal de oración debe ser sustituido por la acción de Dios, para en cierto modo perdernos en ella.
No ser dueños
Podemos sentir que Dios nos quita la capacidad de orar. Pero puede suceder, a veces, que Él nos quiere decir que nos espera en otra parte. La oración todavía se nos dará, pero de una forma más profunda.
Cuando nos iba bien en la oración deseábamos la gracia para ser capaces de orar, pero teníamos también la impresión de que poseíamos ya un poco la oración, que éramos dueños. Nuestros esfuerzos no habían sido inútiles.
Ahora Dios prefiere plantearnos el problema de otra manera. La oración a la que nos invita es la oración suya. Es pura gracia. No tenemos ningún poder sobre ella.
Lo único que podemos hacer es abrir nuestras manos y nuestro corazón para que la oración brote como un don allí donde Él quiere dárnosla.
No volver sobre nuestros pasos, no aferrarnos a los métodos que en otro tiempo nos habían servido, no quedarnos en nuestro entendimiento, en nuestra imaginación o en nuestros sentimientos. Estas facultades deberán quedarse tranquilas, estar por así decirlo, desconectadas. Cuanto mayor esfuerzo hacemos, menos posibilidades tiene la oración de brotar en nosotros.
Permanecer en el callejón sin salida esperando que nos suceda algo.
Para orar más y mejor, es preciso hacer menos nosotros mismos y entregranos al Espíritu Santo para que brote en nosotros y nos arrastre.