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En Europa, a mediados del siglo XIX, y desde hacía mucho tiempo, se había desarrollado en las grandes ciudades la costumbre de ir para la diversión familiar "a la casa de fieras", es decir, al zoológico, a maravillarse con cosas extrañas y animales exóticos encerrados en jaulas.
En la China de la dinastía Qing también conocían este tipo de diversión, con el detalle de que era mucho más democrática ya que se practicaba en todas las ciudades del imperio y las criaturas que exponían para diversión del público eran seres humanos…
Eran generalmente delincuentes comunes, encerrados de esta manera a la espera de su castigo, que, por otra parte podía demorarse tanto que algunos morían en esas cárceles individuales sin necesidad de recurrir al verdugo.
La tortura de la jaula
La jaula, de hecho, era una tortura en sí misma, larga, dolorosa, atroz, a la que, si duraba, nadie sobrevivía.
Hechas de un marco de bambú, estos habitáculos eran lo suficientemente grandes como para que un adulto se mantuviera derecho, más o menos. Pero era casi imposible sentarse ahí, más aún acostarse para intentar dormir.
Colgadas en lo alto frente al juzgado, sin protección alguna contra el frío y la intemperie, entregaban, a los ojos de los curiosos y transeúntes, a los condenados, que podían ser insultados o bombardeados con basura.
Un sacerdote, una laica y un mismo destino
A fines de febrero de 1856, en Baijiazhai, en el distrito de Xilin de la provincia de Guang Xi, el espectáculo fue distinto.
En dos jaulas suspendidas estaban encerrados un sacerdote francés, el padre Auguste Chapdelaine, de las Misiones Extranjeras de París, y una mujer china de 34 años, Inés Tsao Kou Ying, o Cao Guying, según la ortografía que se prefiera.
¿Su crimen, que les valió a ambos la pena de muerte? Haber predicado el evangelio en áreas donde el cristianismo está prohibido.
En efecto, aunque la Tradición atribuye los primeros esfuerzos misioneros hacia el impero chino al apóstol Tomás -y a pesar de los numerosos intentos realizados a su paso, primero por cristianos persas de rito nestoriano y a partir del siglo XVI por jesuitas, bien introducidos en la corte de los "hijos del cielo"-, ¿China se ha abierto verdaderamente a Cristo alguna vez?
Es cierto que en 1692 Pekín concedió a los católicos un edicto de tolerancia general, por lo que las conversiones se multiplicaron, llegando a más de 300.000 bautizados.
Pero en 1717 el emperador Kang Hi prohibió la predicación cristiana y en 1724, su sucesor expulsó a todos los misioneros excepto a los eruditos jesuitas, cuyas habilidades científicas admiraba.
Esta simpatía no impidió que estallara, en 1723, una persecución que ya no ha cesado. En pocos años, la mitad de los católicos chinos perecieron o prefirieron apostatar.
Una historia de perseverancia en la adversidad
Inés descendía de una de esas familias que se mantuvieron fieles a Cristo contra viento y marea.
Originaria de Sichuan, su gente huyó a Guizhou, donde los cristianos eran un poco menos perseguidos.
Fue en esta provincia donde nació Inés, el 28 de abril de 1821, en la ciudad de Wujizhai, y fue bautizada clandestinamente.
Aunque los sacerdotes eran escasos y el acceso a los sacramentos difícil, la niña recibió una excelente educación cristiana. Cuando entraba en la adolescencia, sus padres murieron.
Afortunadamente, la comunidad católica perseguida también sobrevivió gracias a una solidaridad excepcional y la huérfana, que fue a buscar trabajo a Xingyi, encontró apoyo en esta ciudad.
El obispo, Monseñor Bai, asombrado por su inteligencia y su piedad, le aseguró lecciones de catecismo y de perseverancia.
También en la Iglesia local, en 1839, Inés encontró marido. Este joven campesino, recién convertido, desapareció dos años después de su boda, tal vez martirizado. Inés, sin hijos, fue expulsada por sus suegros, que no querían a esta cristiana.
La Iglesia, su familia
Su comunidad volvió a acudir en su ayuda, otra viuda la acogió. Las dos mujeres, para vivir, hacían labores de costura.
Inés ofrecía catequesis a los niños, a los que cuidaba cuando sus padres estaban trabajando.
Y en sus escasos momentos de ocio, se dedicaba a diversas actividades benéficas.
Su vida dio un nuevo giro cuando, en 1851, un misionero francés llegó a Xingyi, Auguste Chapdelaine.
Nacido en 1814 en el Cotentin, había pertenecido antes al clero diocesano, pero impulsado por la lectura de los Annales de la foi, la revista de las Misiones Extranjeras de París, se unió a esos sacerdotes dedicados a la evangelización del Lejano Oriente, y a menudo al martirio.
Recién llegado a China, ante las dificultades de la misión, el idioma que aún no dominaba y la enormidad de la tarea, resolvió, como le recomendaron sus superiores, apoyarse en laicos, familiarizados con el terreno y el subsuelo, en los que el clero extranjero podía confiar algunas tareas del apostolado.
Misioneros laicos
Una de estas tareas, delicada y peligrosa, consistía en enviar a un cristiano de confianza, a veces a una pareja, a un pueblo donde el sacerdote no podía ir con regularidad.
Allí se hacía cargo de la comunidad local, impartía catequesis, bautizaba a los recién nacidos, enseñaba -si era mujer- a las niñas a coser, cocinar y cuidar a los niños, reforzaba la ayuda mutua, presidía encuentros de oración, atendía a los enfermos y a los ancianos, dinamizaba la parroquia y, con su ejemplo, llevaba a menudo a conversiones.
Entonces, lograda esa meta, accedía a dejarlo todo para empezar de nuevo en otro lugar. Esto es lo que el Padre Chapdelaine le propuso a Inés.
Ella aceptó y en 1852 se trasladó a Baijiazhai donde, durante cuatro años, se dedicó sin llevar cuentas al servicio de Dios y de los hermanos.
Desde 1842, y con el tratado firmado al final de la Primera Guerra del Opio entre Pekín y las potencias occidentales, el cristianismo había sido tolerado en los puertos abiertos a los occidentales, oficialmente para que pudieran practicar su religión.
De hecho, los misioneros se estaban extendiendo por todas partes, desafiando el peligro, con gran disgusto de las autoridades chinas, furiosas por haber tenido que hacer concesiones a los "diablos blancos".
A finales de 1855, para poner fin a esta expansión del cristianismo, se reanudó la persecución.
A mediados de febrero de 1856, varias decenas de fieles fueron detenidos en la región de Xilin. Entre ellos, el padre Chapdelaine e Inés.
"¡Jesús, te amo!"
Casi todos, bajo amenaza de tortura, negaron a Cristo. Solo quedaban el misionero normando, un joven chino llamado Laurent e Inés. Laurent murió bajo tortura.
La catequista y el cura quedaron enjaulados frente al tribunal. Auguste Chapdelaine sucumbió el 26 de febrero, no decapitado, según los términos de su sentencia, sino por los malos tratos sufridos.
Los magistrados locales, convencidos de que, privada de su apoyo, Inés se derrumbaría, la persiguieron, alternando violencia y promesas de liberación si abjura.
La joven aguantó. Las únicas palabras que se le arrancaron, según los testigos, fueron: "¡Jesús, te amo! ¡Jesús, ayúdame!".
Ante su terquedad, quedó abandonada a su suerte. El 1 de marzo, Inés murió, a causa de las privaciones sufridas, o fusilada. Solo Dios lo sabe.
Fue canonizada el 1 de octubre de 2000, junto con el padre Chapdelaine y otros cien mártires chinos.
Por Anne Bernet