Si tomamos este concepto, el de la paradoja, según su significado original en griego (paradoxa), como "lo contrario a la opinión común", y no a la lógica, como solemos entenderlo, bien nos sirve para mostrar tres clichés que durante más de 40 años han determinado la caricatura que gran parte de la sociedad española, acrítica con algunos medios de comunicación social, ha tenido y sigue teniendo de Joseph Ratzinger.
Caricatura que se fue armando desde su elección como Prefecto de la Doctrina de la fe; que continuó, a partir de su elección como Sucesor de Pedro, como Papa Benedicto XVI; y que se prolongó, desde su renuncia hasta hoy, como Papa emérito.
Las caricaturas que se esconden tras estas tres paradojas no solo las difunden los laicistas que ideológicamente son beligerantes con la Iglesia y con la tradición cristiana, sino que las difunden aún con mayor ahínco los que hasta ahora reclamaban la única legitimidad como sucesor de Pedro de Benedicto XVI, a pesar de su renuncia, considerando ilegítimo al Papa Francisco, por lo que no han tardado ni un minuto en pedir un cónclave tras su fallecimiento.
La manera de mostrar esta caricatura varía formalmente, pero el fondo es el mismo. No usarán los términos peyorativos de ultramontano o fundamentalista, pero en realidad su caracterización como acicate contra el progresismo contribuye a reforzar las mismas caricaturas dibujadas por los laicistas.
¿Un "dóberman” inquisidor, o el máximo exponente del diálogo intercultural de nuestro tiempo?
Cuando San Juan Pablo II nombra a Joseph Ratzinger prefecto de la Doctrina de la Fe, sabía muy bien lo que hacía. Se habían conocido en el Concilio Vaticano II. Wojtyla como padre conciliar y Ratzinger como teólogo. Y los dos habían coincidido en una nueva manera de entenderse la Iglesia a sí misma como Iglesia fundamentalmente laical, llamada a un diálogo positivo con la modernidad, y llamada a una profunda reforma a través de una conversión al estilo evangélico de sus orígenes, aunque para ello tuviera que reducirse numéricamente a unas pocas comunidades creativas.
Y aunque algunos medios de comunicación social lo tacharon de "dóberman", de perro ladrador del Papa, que debía atemorizar a los teólogos disidentes y doblegar al mundo secularista con su beligerancia, y nunca lo llamaron prefecto de la Doctrina de la Fe sino jefe del Santo Oficio, que sonaba más a "santa inquisición", lo cierto es que Ratzinger llevaba muchos años de amistad y de diálogo con los teólogos más críticos del postconcilio, que cuando tuvo que pronunciarse, nunca contra ninguno de ellos sino clarificando algún aspecto de la doctrina cristiana, lo hacía, como él decía, para "defender la fe de los sencillos de la prepotencia de los intelectuales", prepotencia que como tentación también de los teólogos, se cuidaba él, antes que nadie, para no caer en ella.
Ratzinger, siendo profesor, siendo obispo, siendo prefecto y siendo Papa, sorprendió siempre por su capacidad de inculturación de la fe en la cultura de la modernidad y de la posmodernidad. Fue considerado por la Universidad de Lovaina como uno de los dos intelectuales más importantes del siglo XX, junto al filósofo Jürgen Habermas, y el diálogo entre ambos dio como resultado una postura común de aviso a navegantes ante el peligro del relativismo ético, que cuestiona la importancia de los principios éticos pre-democráticos "constitucionales", basados en los Derechos Humanos, y necesarios para poder sostener los sistemas democráticos.
Decía Benedicto XVI frecuentemente que en este tiempo a la Iglesia le tocaba tomar el relevo de la Ilustración francesa para seguir defendiendo la razón, y llegó a explicar que el fundamentalismo islámico desvelaba una carencia histórica en sus orígenes, al no haber tenido que confrontarse con la modernidad ilustrada.
Pero sobre todo Ratzinger defendió una propuesta práctica revolucionaria para llevar hasta sus últimas consecuencias este diálogo con la modernidad, la del "Atrio de los Gentiles", que los "conservaduros" nunca han entendido y por supuesto aceptado: la necesidad de incorporar a la reflexión de la Iglesia sobre su identidad y su misión en el mundo a los que están fuera de ella, incluidos los no creyentes, porque de ellos también se puede servir el Espíritu Santo para iluminar a la Iglesia.
¿Un tímido remilgado y distante, o un hombre especialmente acogedor, amable y entrañable?
Para argumentar este punto me tomo la libertad de acudir a mi experiencia personal. Tuve la oportunidad de conocer la especial amabilidad y cariñosa sensibilidad de Ratzinger, antes y después de ser elegido Papa, en dos lugares y situaciones completamente distintas.
Cuando preparé con el entonces cardenal Ratzinger una rueda de prensa, en Madrid, en el año 2000, me encontré con un hombre fuera de lo común. Al pedirle que me respondiese a algunas cuestiones sobre el desarrollo de la rueda de prensa, en un pasillo del Palacio de Congresos, me dijo si había un despacho para hablar tranquilamente.
Entramos en el que me habían dejado. Antes de que pudiera explicarle mis dudas sobre ese evento, él se adelantó interesándose por mí, por mi sacerdocio, por mi vida. Y cuando hablamos del encuentro con los periodistas mostró un gran sentido del humor, y una afabilidad sorprendente, sin dejar en ningún momento de sonreír y de mirarme a los ojos.
Seis años más tarde, en Brasil, fui invitado por el Padre Hans a la visita del Papa Benedicto XVI a las Fazendas de la Esperanza (la única "granja" de recuperación de toxicómanos del mundo con un 80% de éxito). Desde el lateral de un frontón convertido en auditorio, donde estábamos los invitados, teníamos a pocos metros el estrado donde estaba situado el Papa, con algunos de sus acompañantes, y el Padre Hans.
En el campo del frontón, de pie, se encontraban cientos de jóvenes que habían pasado o estaban entonces en la Fazenda, todos con la misma camiseta blanca. Durante el acto algunos de ellos subieron por unas escaleras centrales al estrado para contar al Papa y a todos los presentes su experiencia de liberación de las drogas.
Al terminar Benedicto con su mensaje y la bendición final, todos estos chicos lo aclamaron y le pidieron que bajase por esas escaleras para poderlo saludar.
Ante el amago del Papa de seguir su petición, unos guardaespaldas se pusieron enfrente suya para indicarle que era muy peligroso.
Nunca olvidaré esa mirada de enfado del Papa ante ellos, y como con fuerza los aparto con sus manos, a derecha y a izquierda, de su camino, y bajó las escaleras, y durante más de media hora abrazó con fuerza, lleno de emoción, uno a uno, a todos aquellos jóvenes vestidos de blanco como él.
Si este hombre es remilgado y distante, que venga Dios y lo vea, pensé en aquel momento.
¿Un aliado de la derecha política, o uno de los pontífices más críticos del capitalismo desde su magisterio social?
En relación con los dos puntos anteriores este podría pasar como un asunto secundario, que no toca tanto su personalidad como su magisterio. Pero es importante, muy importante, por una sencilla razón: los que han falseado ideológicamente tanto a San Juan Pablo II como a Benedicto XVI en beneficio propio, no lo hacen en realidad para defender el derecho a la vida de los no nacidos, o su alarma ante el peligro del relativismo, que casi siempre usan como escudo.
Lo que realmente les preocupa es la Doctrina Social de la Iglesia. Y saben que, mostrándole como exponentes del conservadurismo, lo asocian a los movimientos neoconservadores cuyo principal objetivo es promover un neoliberalismo económico que rechaza cualquier revisionismo social. Y siguen empeñados en una caricatura tanto del Papa polaco como del Papa alemán como defensores del capitalismo puro y duro, frente a las caricaturas de un San Pablo VI "progresista" y de un Francisco "peronista".
Pero es burdo engaño. Cualquiera que haya leído a San Juan Pablo II y a Benedicto XVI, y hayan sido sensibles a sus más profundas inquietudes sobre el humus cultural en el que se cultiva el relativismo y el secularismo, saben que, para ellos, en el siglo XX y en el inicio del XXI, es el capitalismo la ideología más perniciosa, pues sin enfrentarse de modo transparente al cristianismo, lo debilita desde su antropología de la autosuficiencia y desde su individualismo ético.
Es más, de entre todos los Papas críticos con el capitalismo desde León XIII, Benedicto XVI ha sido el más lúcido y preciso. Baste como botón de muestra este párrafo de Caritas in Veritate, n. 35:
"El mercado está sujeto a los principios de la llamada justicia conmutativa, que regula precisamente la relación entre dar y recibir entre iguales. Pero la doctrina social de la Iglesia no ha dejado nunca de subrayar la importancia de la justicia distributiva y de la justicia social para la economía de mercado, no sólo porque está dentro de un contexto social y político más amplio, sino también por la trama de relaciones en que se desenvuelve. En efecto, si el mercado se rige únicamente por el principio de la equivalencia del valor de los bienes que se intercambian, no llega a producir la cohesión social que necesita para su buen funcionamiento. Sin formas internas de solidaridad y de confianza recíproca, el mercado no puede cumplir plenamente su propia función económica. Hoy, precisamente esta confianza ha fallado, y esta pérdida de confianza es algo realmente grave".
Seamos fieles a su legado
El Papa emérito Benedicto XVI ha partido al encuentro con el Misterio de Dios, ese Misterio que llenó cada día y cada hora la mente, el corazón y la vida de un hombre sabio y humilde. No como dos cosas yuxtapuestas, pues su sabiduría no era sólo inteligencia y cultivo del conocimiento, sino esa profunda maestría del que siempre busca porque es profundamente humilde, y esa profunda humildad que tuvo como culmen la valiente decisión de su renuncia, pero que no fue improvisada precisamente porque sólo un hombre profundamente sabio sabe discernir lo valioso de lo efímero, lo importante de lo secundario, y está más protegido ante la tentación de la soberbia o de la prepotencia.
Del sabio y humilde Benedicto XVI debemos proteger su legado verdadero. Y porque algún día puede ser proclamado Doctor de la Iglesia, e incluso beatificado y canonizado, debemos serle fieles, y no dejar que estas y otras caricaturas empeñen el legado de su vida y de su magisterio.
Manuel María Bru Alonso
Presidente de la Fundación Crónica Blanca