Me gusta detenerme en la parábola del padre misericordioso y contemplar al hijo pequeño. Siempre lo veo como ese hombre inmaduro que quiso probar fortuna y malgastó su herencia. Tomó decisiones y se equivocó en sus elecciones:
Era un hijo valiente que optó y eligió un camino. Podría haberse quedado en casa con su hermano, tranquilo. En casa lo tenía todo. No le exigía ningún esfuerzo la vida.
Pero él decide irse. No explica Jesús los motivos. Ni me habla de tensiones familiares, de penas ni tristezas. Tampoco me muestra a un padre duro y exigente.
No se va porque se haya peleado con su hermano. Ni me habla de la madre que parece ausente. Sólo me dice que se va, no tengo que saber más.
Decisiones equivocadas
El hijo quería probar fortuna y se pone en camino. Me conmueve ese deseo tan verdadero y auténtico. Nada lo retiene.
No quiere obedecer más a ese padre poderoso. Y en su camino lo gasta todo, lo malgasta. Lo pierde sin hacer nada de provecho.
En la vida puedo tomar decisiones equivocadas que me alejan de mi camino. Opto por lo que no me hace bien, por lo que no me construye, por lo que no me hace mejor persona.
El hijo menor es un buen ejemplo de ello. ¿Cuántas decisiones malas he tomado en mi vida? Seguro que tengo varias en mi haber.
Hijo perdido
Seguro que sufrí las consecuencias de mis actos y me volví hijo perdido. Decidí algo y elegí lo que no me beneficiaba.
Pensé que era bueno para mí o simplemente me dejé llevar por mis instintos, por mi hambre de éxitos, por mi sensualidad o por mi egoísmo y pereza.
Fueron decisiones que me destruyeron, me encadenaron, me pesaron.
Y en esos momentos, lejos de mi verdadero camino, sentí que podía regresar al punto cero y esperar que hubiera una segunda oportunidad para mi vida.
Sabía que nada podría ser igual, como al comienzo. Pero al menos podría dejar de pasar hambre.
Volver a casa o seguir pasando hambre
Miro mi corazón y veo que tengo mucho de ese hijo menor audaz y difícil. Ese hijo que se aburre cumpliendo rutinas y quiere probar algo diferente.
Y luego, en medio de mi fracaso, reflexiono. Entre las posibilidades sé que puedo elegir volver a casa o quedarme pasando hambre.
El hijo de la parábola decide regresar sólo porque tiene hambre:
Cuando solo me veo a mí
Piensa que ya no merece ser hijo de ese padre bueno que le había dado todo. Ya no merece el perdón ni la misericordia. Pero sí puede ser un esclavo, un siervo.
Cree en un padre parecido a ese Dios en el que yo mismo creo. Porque ¿acaso no pienso lo mismo del hijo pródigo al verlo regresar sólo porque tiene hambre?
No lo miro con misericordia. Juzgo su actitud, su fracaso, su egoísmo. Ahora sí quiere volver a casa. Puede que incluso no quiera quedarse pero tiene necesidad, por eso vuelve.
Soy como ese juez duro e implacable en el que el hijo cree.
Yo mismo también tengo hambre cuando me alejo del bien, cuando dejo de llevar una vida sana y ordenada en Dios.
Sufro la soledad cuando no quiero estar al lado del bien y me vuelvo egoísta y autorreferente.
Mirando a Dios
Veo que mi pecado no ofende a Dios mi Padre. A Él no le duele que falle y elija mal. Es a mí a quien le duele el error, por mi orgullo, por mi vanidad.
Lo que de verdad le apena a Dios no es mi pecado, sino mi actitud cuando me escondo huyendo de su amor y de su perdón.
Le duele más que no crea en su misericordia y lo vea como un juez implacable. Le duele verme perdido y sin rumbo.
Y al mismo tiempo le duele mi orgullo cuando no caigo y me siento seguro como el hijo mayor.
Reconocer mi miseria y volver
A Dios lo que le rompe y hace que se sienta impotente ante mí en su misericordia es mi miseria reconocida.
Cuando logro reconocer mi debilidad, mi pecado y le pido perdón de rodillas.
Es lo que hoy hace el hijo menor. Se da cuenta de que sólo hay un camino para seguir viviendo, volver a casa.
Un camino de felicidad y ese consiste en regresar al padre. Elige la rutina de la que huyó sin comprender cómo es su padre.
Lo desconoce, por eso no lo ama. Este es el mismo camino que tengo que recorrer yo. Hacerlo así es un acto muy valiente.
Solo misericordia
Conozco a muchos que se alejan de Dios porque creen que Dios no los va a perdonar nunca y siempre va a condenar su pecado.
Conozco a los que no sienten que puedan volver a comenzar porque ellos mismos no se perdonan.
Lo que me mata son mi propia condena, mi orgullo y mi vanidad.
El hijo menor se ha condenado a sí mismo. No se siente digno de la misericordia y está dispuesto a seguir siendo un esclavo en la casa del padre.
Es muy absurdo pero se siente indigno. Nunca soy digno, nunca lo seré. Incluso cuando piense que lo hago todo bien y que soy digno.
En esos momentos mi orgullo me estará matando y quitando la alegría. Mi orgullo me llena de vanidad y me lleva a perderme.