“Un viejo amor
ni se olvida ni se deja,
un viejo amor
de nosotros sí se aleja,
pero nunca dice adiós…
un viejo amor”.
Es letra de una vieja canción que mi padre solía tararear en voz baja, diciendo que lo hacía en “automático”, pues eran solo cursilerías. En realidad, era un romántico que amaba intensamente a mi madre.
Tristemente el “hasta que la muerte los separe” se cumplió, y mi padre quedó viudo.
Sufrió enormemente, por lo que los primeros meses se le veía muy alicaído, luego poco poco se repuso, volvió con sus viejos amigos, a sus aficiones y a un intenso trabajo, sin que en su rostro dejase de marcarse un dejo de tristeza. Afirmaba, y con razón, que mi madre seguía viva, solo que, en otra dimensión, y que la seguiría amando mientras viviera.
Un día, lo acompañé a su tierra a la boda del hijo de un viejo amigo. Tras la ceremonia, ya en la fiesta, mi padre feliz saludaba a sus antiguos conocidos mientras yo lo observaba complacido. Luego empecé a notar que su expresión se volvía grave, al mirar con disimulo hacia una de las mesas a cierta distancia.
Se había fijado en una bella señora unos años menor que él, cuando de pronto uno de sus conocidos se acercó, le murmuró algo al oído y, tomándolo con firmeza del brazo, venciendo su resistencia, lo condujo a aquella mesa.
Los sentaron juntos. Ambos con actitud un poco envarada se saludaron cruzando tímidas sonrisas, para luego platicar olvidándose poco a poco de la fiesta. Al rato se levantaron a caminar por los jardines que rodeaban el salón del evento, hasta que la fiesta terminó.
¿Quién era aquella mujer?
Al día siguiente, desayunábamos a solas cuando me dijo muy serio… —Sé lo que puedes estar discurriendo, así que mejor te cuento:
La dama de anoche fue mi primera novia, y ambos estuvimos muy enamorados. La cosa fue que por mi juventud me porté como un calavera, y todo terminó después de hacerla sufrir mucho. Por fortuna para ella, conoció a un buen hombre que la hizo feliz, mientras que yo, por mi parte, pagué con duro sufrimiento el haberla perdido, pues en mi inmadurez, en realidad la amaba profundamente.
El hecho fue que sobre ella siempre conserve amorosos recuerdos, junto a un penoso sentimiento de culpa, una dimensión de mi vida que, por supuesto no conoció tu madre, sin que eso fuera para mí, problema de conciencia, pues lo que que no fue en su año no lo fue en su daño, y mi amor por ella fue un amor maduro pleno y total.
A mi primera novia jamás la había vuelto a ver, y ahora después de muchos años hemos coincidido cuando ambos somos viudos. Ella conserva aún su atractiva belleza. Anoche me veía desde la profundidad de su ser, lo que me hizo sentir joven por unos mágicos momentos.
Tengo la certeza de que ambos, con pureza de corazón, volvimos a recordar y a sentir, lo que alguna vez vivimos y sentimos. De pronto, en un arrojo, le dije que jamás la había olvidado, y que nunca era tarde para pedir perdón… y lo hice.
Ella solo me contestó con un suave abrazo y los ojos humedecidos.
Mi padre hizo una emocionada pausa, y yo le pregunté:
—¿Volverás a buscarla?
—Solo nos dimos nuestros contactos —afirmo dubitativo, —y luego agregó:
—Sé que no habría nada de malo en encontrarnos en una nueva relación, que brotaría casi espontánea, pues donde hubo fuego, rescoldos quedan. También sé que cuando Dios quita algo es porque siempre va a dar algo mejor. Eso fue lo que nos sucedió cuando terminamos hace bastantes años. Encontramos entonces el más bello don de amor en los seres con los que contrajimos matrimonio.
Un don al que ambos prometimos ser fieles toda nuestra vida… nos lo dijimos anoche.
Así que por muy sensible que haya sido el encuentro, lo nuestro quedará, para ambos, como un viejo amor, mientras que el que sentimos por nuestros cónyuges que partieron es vivo, actual y lleno de realidades que nos rodearán mientras vivamos.
Quedamos entonces en comenzar una amistad —agregó mientras que, con discreción, checaba anhelante en su teléfono que había timbrado.
Había recibido un deseado mensaje y reflejaba en su rostro una expresión de nueva vida.
Por Orfa Astorga de Lira
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