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Un día Jesús explicó el sentido de la vida:
Yo quiero caminar con Él y seguir sus pasos. Pero está claro el camino, tengo que negarme a mí mismo para poder ser libre. ¿Cómo se hace?
No puedo negarme a mis deseos, a mis sueños cuando están entretejidos en lo más profundo de mi alma.
No sé renunciar a lo que me atrae y me enamora. Lo que me sale de mi interior es el deseo de salvar mi vida. Por eso le grito a Dios:
Porque no quiero perder lo que tengo asegurado. No quiero que la vida me arrase con su fuerza. Quiero salvarme, que Él me salve:
Esa es la esperanza que me mantiene en pie cada mañana. Dios salva mis pies de la caída y de la muerte.
Esa forma de ver las cosas me alegra en lo más profundo. Es el Dios en el que creo. Cuando menos lo espero sale a mi encuentro.
Entonces ¿qué sentido tiene la renuncia? Quiero seguir a Jesús pero sin renunciar a mis planes y deseos. Sin querer tomar la cruz en mis manos.
Prefiero dejarla a un lado para que sean otros los que la carguen. Yo no quiero esa carga pesada que agota mis fuerzas.
No quiero dejarme llevar por la corriente que puede con mi fragilidad. La renuncia tiene que ver con la capacidad que no tengo de dejar a un lado mis deseos y ponerme en manos de Dios.
Es un ejercicio nuevo que rompe todas mis pretensiones. Entre un mal y un bien elijo siempre lo que me conviene. ¿Ganar o perder? Ganar siempre.
Entre llegar a la meta o quedarme lejos, elijo ser el primero. La palabra renuncia no entra entre mis palabras preferidas.
Opto por lo bueno alejando lo que me hace daño. ¿No es eso acaso lo normal en el ser humano? ¿No estoy llamado a la vida y al amor, a la paz y a la felicidad?
El corazón desea un amor eterno que lo sostenga siempre. El corazón limitado y pobre sueña con cruzar los mares y llegar al cielo.
Es así de sencillo, no estoy hecho para la muerte. Por eso las palabras de Jesús me desconciertan.
Quiere que abrace la cruz y renuncie a mis deseos, a mí mismo. Quiere que me niegue en mi orgullo y vanidad viviendo la vida en segundo plano, con humildad.
Yo quiero salvar mi vida, mi fama, mi físico, mi orgullo. No quiero perder nada. Y Él me dice que el requisito es renunciar a mi ego.
¡Qué lejos estoy del cielo! ¡Qué lejos de tantos sueños que no logro ver!
Quisiera tenerlo todo bajo mi poder. Tocar la gloria y sentir que he vivido una vida lograda. Vencer siempre, no caer nunca derrotado.
No entra el fracaso en mis planes. ¿Cómo voy a elegir la cruz pudiendo negarme a ella?
Y Jesús me pide que lo entregue todo, que renuncie a todo por amor a Él. El que quiera seguirlo tendrá que vivir de otra manera.
Y yo recorro mis pasos buscando la fama y la gloria, el éxito en todo lo que hago, sin renunciar a nada, teniéndolo todo en mi poder, sin besar la cruz de la realidad que se impone.
Jesús me pide todo lo contrario a lo que deseo. Me ofrece la vida a cambio de la muerte de mi propio yo.
No sé hacerlo porque quiero salvar mi vida para que no se pierda en medio de un mar de confusiones. Hoy sé que para vivir como rezo en el salmo tengo que cambiar la mirada:
Acepto las palabras de Jesús como un camino de salvación. Negarme a mis caprichos y deseos. Renunciar a las expectativas que se han hecho fuertes en mi alma.
Dejar a un lado mis pretensiones y orgullos. Tomar la cruz con paso firme y alegre sabiendo que la cruz bendice al mundo.
Y elegir la vida, aunque implique muerte. Elegir perder la vida y no salvarme, al hacerlo me estaré salvando.
Sin querer salvar lo que me da la vida estoy eligiendo seguir sus pasos. Decía el padre José Kentenich:
Si aprendo a renunciar seré más libre. Más desapegado de ataduras innecesarias. Para emprender el vuelo y llegar al cielo. Así es como quiero aprender a vivir.