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Pistas de un santo para hacer oración con el Padrenuestro

PRAYER

Tinnakorn jorruang | Shutterstock

Dolors Massot - publicado el 01/08/21

San Pedro Crisólogo, patrón de los oradores y los predicadores, escribió un sermón breve pero extraordinariamente rico

San Pedro Crisólogo es santo y doctor de la Iglesia. Un sabio. Y sus homilías eran tan famosas que lo comenzaron a llamar “Crisólogo”, que significa “palabra de oro”. Dicen que era dulce y convencía.

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Muchas personas se convirtieron gracias a que los discursos eran sencillos y como diríamos ahora “customizados”, hechos “a la medida” para que el mensaje evangélico pudiera llegar a quien tenía delante.

Era obispo de Rávena y conocía bien a su público. Por eso les ponía ejemplos de la vida de la corte imperial, o de los soldados, o de los marineros, o de la gente del campo.

Esto es un signo de humildad: usar los dones que uno ha recibido no para lucirse egoístamente sino para servir a Dios.

Las homilías de san Pedro Crisólogo se aplican perfectamente a la vida de hoy. Para hacer oración con las palabras del Padrenuestro, uno de sus sermones, el 67, desgrana frase a frase su contenido. Es oración de la oración. Dice así:

Su texto sobre el Padrenuestro

Hermanos queridísimos, habéis oído el objeto de la fe;

escuchad ahora la oración dominical.

Cristo nos enseñó a rezar brevemente,

porque desea concedernos enseguida lo que

pedimos. ¿Qué no dará a quien le ruega, si se nos ha dado Él

mismo sin ser pedido? ¿Cómo vacilará en responder, si se ha

adelantado a nuestros deseos al enseñarnos esta plegaria?

Lo que hoy vais a oír causa estupor a los ángeles, admiración

al cielo y turbación a la tierra. Supera tanto las fuerzas

humanas, que no me atrevo a decirlo. Y, sin embargo, no puedo

callarme. Que Dios os conceda escucharlo y a mí exponerlo.

¿Qué es más asombroso, que Dios se dé a la tierra o que

nos dé el cielo?, ¿que se una a nuestra carne o que nos

introduzca en la comunión de su divinidad?, ¿que asuma Él la

muerte o que a nosotros nos llame de la muerte?, ¿que nazca

en forma de siervo o que nos engendre en calidad de hijos

suyos?, ¿que adopte nuestra pobreza o que nos haga

herederos suyos, coherederos de su único Hijo?

Sí, lo que causa más maravilla es ver la tierra convertida en cielo,

el hombre transformado por la divinidad, el siervo con derecho a

la herencia de su señor. Y, sin embargo, esto es precisamente

lo que sucede. Pero como el tema de hoy no se refiere al que

enseña sino a quien manda, pasemos al argumento que

debemos tratar.

Sienta el corazón que Dios es Padre, lo confiese la lengua,

proclámelo el espíritu y todo nuestro ser responda a la gracia

sin ningún temor, porque quien se ha mudado de Juez en Padre

desea ser amado y no temido.

Padre nuestro, que estás en el cielo. Cuando digas esto no

pienses que Dios no se encuentra en la tierra ni en algún lugar

determinado; medita más bien que eres de estirpe celeste, que

tienes un Padre en el cielo y, viviendo santamente, corresponde

a un Padre tan santo. Demuestra que eres hijo de Dios, que no

se mancha de vicios humanos, sino que resplandece con las

virtudes divinas.

Sea santificado tu nombre. Si somos de tal estirpe, llevamos

también su nombre. Por tanto, este nombre que en sí mismo y

por sí mismo ya es santo, debe ser santificado en nosotros. El

nombre de Dios es honrado o blasfemado según sean nuestras

acciones, pues escribe el Apóstol: es blasfemado el nombre de

Dios por vuestra causa entre las naciones (Rm 2, 24).

Venga a nosotros tu reino. ¿Es que acaso no reina? Aquí pedimos que,

reinando siempre de su parte, reine en nosotros de modo que

podamos reinar en Él. Hasta ahora ha imperado el diablo, el

pecado, la muerte, y la mortalidad fue esclava durante largo

tiempo. Pidamos, pues, que reinando Dios perezca el demonio,

desaparezca el pecado, muera la muerte, sea hecha prisionera

la cautividad, y nosotros podamos reinar libres en la vida

eterna.

Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. Este es

el reinado de Dios: cuando en el cielo y en la tierra impere la

Voluntad divina, cuando sólo el Señor esté en todos los

hombres, entonces Dios vive, Dios obra, Dios reina, Dios es

todo, para que, como dice el Apóstol, Dios sea todo en todas

las cosas (1 Cor 15, 28).

Danos hoy nuestro pan de cada día. Quien se dio a

nosotros como Padre, quien nos adoptó por hijos, quien nos

hizo herederos, quien nos transmitió su nombre, su dignidad y

su reino, nos manda pedir el alimento cotidiano. ¿Qué busca la

humana pobreza en el reino de Dios, entre los dones divinos?

Un padre tan bueno, tan piadoso, tan generoso, ¿no dará el

pan a los hijos si no se lo pedimos? Si así fuera, ¿por qué dice:

no os preocupéis por la comida, la bebida o el vestido? Manda

pedir lo que no nos debe preocupar, porque como Padre

celestial quiere que sus hijos celestiales busquen el pan del

cielo. “Yo soy el pan vivo, que ha bajado del cielo” (Jn 6, 41). Él

es el pan nacido de la Virgen, fermentado en la carne,

confeccionado en la pasión y puesto en los altares para

suministrar cada día a los fieles el alimento celestial.

Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Si tú, hombre, no puedes

vivir sin pecado y por eso buscas el perdón, perdona tú

siempre; perdona en la medida y cuantas veces quieras ser

perdonado. Ya que deseas serlo totalmente, perdona todo y

piensa que, perdonando a los demás, a ti mismo te perdonas.

Y no nos dejes caer en la tentación. En el mundo la vida

misma es una prueba, pues asegura el Señor: es una tentación

la vida del hombre (Job 7, I ). Pidamos, pues, que no nos

abandone a nuestro arbitrio, sino que en todo momento nos

guíe con piedad paterna y nos confirme en el sendero de la vida

con moderación celestial.

Y Iíbranos del mal. ¿De qué mal? Del diablo, de quien

procede todo mal. Pidamos que nos guarde del mal, porque si

no, no podremos gozar del bien.

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