Probablemente la devoción más importante y conocida dentro de la Iglesia católica es la devoción a María a través del Santísimo Rosario.
El valor de María como madre del redentor es grandísimo. Tanto es así, que hoy se le nombra “corredentora”, es decir, como cooperadora en la obra de la salvación.
Para los católicos, María representa la imagen de la Iglesia, la imagen de la Madre, de la servidora más fiel; es decir, el modelo a imitar para ser verdaderos discípulos de Cristo.
Pero María guarda muchas más riquezas de las que podríamos nombrar. Ella nos vincula con Dios mismo, es madre nuestra y madre de Dios hijo, nos acerca al Hijo quien es camino, verdad y vida y no cesa de apuntarnos en esa dirección.
Siempre ayudando
Así lo vemos claramente en la lectura de las Bodas de Caná, en donde ella intercede ante su Hijo para que pudiera obrar un milagro.
María no deja de interceder por la humanidad en calidad de hijos necesitados, por nuestra salvación y por nuestras preocupaciones.
Grandes promesas se reciben de manos de la Virgen a quien acuda a ella como se acude a una madre a través de esta devoción.
El Rosario descubre al Hijo
Contrariamente a lo que muchos piensan, el Rosario no es simplemente una oración a María, es un caminar con María, pues ella nos toma de la mano y va dibujando al Hijo a través de las meditaciones de sus misterios, en nuestro corazón.
Ella va derramando la riqueza de la vida, pasión y muerte de Jesús en nuestros corazones, nos lleva a meditar, a contemplar, a reflexionar.
Y de esta manera a descubrir a Cristo de modo que, conociéndolo podamos verdaderamente encontrarnos con Él de manera cercana y entonces amarlo, amarlo intensamente.
Como diría san Luis Grignon de Montfort, gran devoto del Rosario:
“María es el camino más seguro, el más corto y más perfecto para llegar a Jesús”.
El camino más certero y cercano
Muchos caminos tenemos para llegar a Cristo: los sacramentos, la gracia, las Escrituras, los testimonios de los santos, la creación y hasta el sufrimiento mismo, a través del cual podemos llegar a despertar del letargo en el que vivimos respecto a las cosas de Dios.
Sin embargo, el Rosario es el camino más certero y cercano para conocer de manera íntima al salvador. ¿Quién más idóneo para mostrar al Hijo si no es la madre?
Así como María enseñaba a los pastorcitos y a los Magos al Salvador que había nacido en Belén, de la misma manera, María abre los brazos y revela a su pequeño a los hombres, a sus hermanos que se aproximan a mirar con curiosidad a aquel niño asido a su pecho.
¡Cuántos milagros ha obrado María a quien se confía en sus brazos, cuánto podemos crecer en el espíritu si nos tomamos de su mano!
Así pues, veamos cómo es que recibimos este gran tesoro venido del cielo.
María sigue pidiendo que se rece
Hoy en día, en sus apariciones más modernas como Lourdes, Fátima y Medjugorje, María no se cansa de pedirnos con el amor de Madre que nos refugiemos en ella y que recemos el Rosario por la paz del mundo y la conversión de los pecadores.
Cuánta insistencia de esta madre amorosa que no quiere que nos perdamos, que quiere que tomemos esta arma contra las acechanzas del demonio y que unidos a él podamos dar grandes frutos para nosotros y para el mundo.
No quiere de manera alguna que perezcamos sino que alcancemos la vida eterna. Ella nos sigue apuntando a su hijo en su Rosario como lo haría en las Bodas de Cana.
Dar espacio a Dios y contemplar
El Rosario nos invita a hacer un espacio en nuestras vidas, a darle ese espacio a Cristo su Hijo, a ese “Dios que salva”.
A que podamos mirar desde el corazón de María a ese hijo, sufriente, cuyo corazón no hace más que amar hasta el hartazgo, derramando tanto amor como es capaz siendo Dios, sobre los hombres.
Pareciera que, a través de María, Dios hubiera abierto una puerta más por la cual los hombres podamos alcanzar el cielo y de esta manera alcanzarlo a Él.
Refugiados en María, podemos contemplar, es decir mirar interiormente cada episodio que envuelve la vida de Cristo.