Una extraordinaria experiencia espiritual ocurrida en una iglesia y una urgente invitación que puede cambiar tu vidaDebo reconocerlo, Jesús en el sagrario es mi mejor amigo, verdaderamente un amigo extraordinario. Y no es para menos, siendo el Hijo de Dios. Puedo decirlo con alegría:
“Mi mejor amigo es el hijo de Dios, que mora en el sagrario, prisionero de amor por nosotros”.
Hay días como hoy en que me siento a contarte mis vivencias con Jesús y experimento su presencia a mi lado. Es como un suave viento que me envuelve. Me llena de un gozo sobrenatural. Es tanto su amor que se desborda y tienes la necesidad de amar, sobre todo a los que te hacen daño.
Si conocieran el amor de Dios, sus vidas serían diferentes.
Conversando con Jesús
Imagino a Jesús a mi lado. Coloca su mano sobre mi hombro en un gesto de amistad verdadera. Sonríe complacido:
―Vaya que me cuestas, Claudio.
―Lo sé Jesús, y te lo agradezco. Sé que no soy el mejor de los amigos. Mi terquedad me sobrepasa. Cada vez que tuerzo el camino, llegas Tú y lo enderezas. Siempre que caigo, me tiendes la mano y me levantas. Cada vez que dudo o tengo tristeza, llegas y me dices: “Aquí estoy, Claudio, contigo. ¿Cómo no amarte con todo el corazón?“.
Soy un simple mortal, me sé pecador. Por eso vivo agradecido con Jesús. No merezco su amistad.
“Ven”
Hoy conversaba con un sacerdote de Perú y le conté esta bella experiencia con Jesús. No recuerdo si alguna vez te la he contado. Ocurrió la mañana de un viernes. Estaba enredado con cientos de diligencias personales, por lo que salí temprano de la casa. Iba ensimismado con mis pensamientos cuando sentí su indescriptible voz:
―Ven a verme.
Por la forma como lo pedía, sentí que algo pasaba, pero tenía tantos asuntos por delante que me excusé:
―Déjame terminar primero estos mandados. Cuando acabe, paso a verte al sagrario.
―Ven, Claudio ―insistió.
No pude, con esta petición, volver a darle una excusa. Dejé todo lo que hacía.
―Eres mi mejor amigo. Iré a verte. Perdona mi indiferencia Jesús.
Había una iglesia cerca de donde estaba y me dirigí hacia allá. Estacioné el auto y me bajé. La iglesia estaba abierta, pero vacía.
―¡Santo cielo! ―pensé ―. ¡Estás solo!
Comprendí entonces por qué su insistencia. Me dolió ver a Jesús en aquel hermoso sagrario, sin nadie que le hiciera compañía. Recordé a san Francisco de Asís cuando corría por los montes compungido, llorando y exclamando: “¡El Amor no es amado!”.
―Si supieran que estás aquí, correrían a verte.
Un suceso sorprendente
Me quede un rato haciéndole compañía. Le dije una y otra vez que le quería.
―Señor ―le dije-. Me tengo que ir, pero no te quiero dejar solo. ¿Podrías enviar una persona que te haga compañía?
A los pocos minutos se abre la puerta del oratorio y entra una muchacha. Se nota distraída, pero se arrodilla con profunda devoción y reza. Cuando se sentó en la banca, me nació acercarme a ella y contarle de mi petición a Jesús y agradecerle por estar allí, con Él.
Me miró sorprendida y dijo en voz baja:
―Yo no iba a entrar. Pasaba frente a la iglesia y sentí que Jesús me llamaba, por eso vine.
Nos quedamos ambos impresionados, agradeciendo a Jesús tanto amor.
Amable lector, por favor, te lo ruego, no dejes solo a Jesús en el sagrario.
Ve a verlo y dile que le quieres. Y si puedes, por favor dile: “Claudio te manda saludos”. Ya sabes que me encanta sorprenderlo.
¡Dios te bendiga!
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