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Si espero una vida mejor, ¿por qué me aterra la muerte?

PATIENT
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Carlos Padilla Esteban - publicado el 20/01/21
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El amor sostiene la vida, una sonrisa vale una eternidad: vivir (hasta el final) merece la pena, sin importar mucho que las cosas sean perfectas

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Cuesta entender los caminos de Dios, aceptar la vida y aceptar la muerte. El sentido del final y la esperanza que guardo en mi alma de un sueño que es eterno. Lo he soñado eterno.

En ocasiones el corazón se turba y parece que el final de un camino es más que un final, una puerta al cielo, una puerta a la Vida para siempre, con mayúsculas.

Me rebelo por dentro, como si quisiera cambiarlo todo.

Entiendo que compartir los sueños en la tierra deja algo de nostalgia, algo por acabar, algo por cumplir. Como un llegar anticipadamente o un no llegar del todo. Como un amanecer claro lleno de luz o un atardecer con nubes que todo lo confunden.

Vivir merece tanto la pena que justifica el esfuerzo de dar la vida, de enterrar la semilla, de dejarse uno el alma hecha jirones por los caminos.

Sé que el amor sostiene la vida porque una sonrisa vale una eternidad, una sonrisa disparada al cielo.



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La sombra de la muerte

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By Jantanee Runpranomkorn | Shut

Y al mismo tiempo palpo cómo la tristeza opaca la luz de la esperanza y todo se torna gris, a media luz, poco claro.

Es verdad que llevo escribiendo muchas palabras que guardan la historia de forma misteriosa y desvelan torpemente la grandeza de una vida.

No sé bien cómo hacer para tejer los sueños y que sean como yo deseo. Tal vez debería aprender de los niños que sólo se ofuscan un instante ante el juguete roto y pronto pasan a vivir otra historia, otra aventura, otro sueño.

Pero no soy tan niño y el amor duele, y lo vivido. Me duele el alma al dejar partir a los que quiero. El corazón sostiene en pedazos la vida rota. Intento recomponer la luz de tantos futuros posibles que se escapan entre los dedos.

Merece tanto la pena vivir hasta el final la vida, sin importar mucho que las cosas sean perfectas. Sin dejar pasar los días sin intentar darlo todo. Sin olvidar los momentos en los que de mí depende amar, sin guardarme nada, sin miedo al futuro.

Por una sonrisa ancha, grande, merece todo la pena. Esa sonrisa que habla de una paz honda y de un misterio. Porque detrás de cada sonrisa se esconde toda una vida. Sagrada porque es de Dios, y de los hombres a medias.

Una luz

Me consuela saber que ya reirá para siempre. Y no tendrá más dolor, ni más penas. Mientras tanto sigo soñando con una vida grande, con una sonrisa ancha, con una esperanza ciega, con un amanecer eterno y un enterrar bien la vida, hasta que dé fruto en el cielo.

Sigo soñando y no temo. Merecen la pena los sueños soñados juntos. Y el camino recorrido es un don que hoy agradezco. Miro hoy la muerte cara a cara, y la vida. Comentaba el padre José Kentenich:

“Durante las veinticuatro horas anuncio la muerte de Cristo hasta que Él vuelva en la nueva santa misa. Cada día muero. ¿Acaso no podemos comprender también esa expresión en el sentido de la frase que dice: constantemente muero a mi propio yo?”.

En cada eucaristía toco la muerte y la vida en un mismo momento, en un mismo gesto. Realizar el misterio de ese amor tan grande me da la vida.

Así es mi vida cada día y me sorprendo ante la muerte que es cotidiana. Un morir como el día al atardecer para nacer a una vida eterna en un amanecer nuevo y siempre repetido.

¿No deseo el cielo?

Ante la pérdida de ese presente que tanto amo, siento vértigo. No quiero perder el tiempo que se me concede. Una vez más constato la fugacidad de mis días.

Hace nada estaba en el comienzo del camino. Y ahora ya he pasado más de la mitad de mi vida. Sin saber nunca el día ni la hora…

A veces pienso que yo lo controlo todo. O eso es lo que intento de forma tan torpe y banal. Como si yo pudiera poner un final feliz a mis días o postergar la hora más temida.

¿Pero acaso no amo el cielo?

Tanto predicar del paraíso me ha hecho desear más que no llegue su momento.No lo entiendo. Digo que amo a un Dios que tiene preparada para mí una mansión en el cielo y me aferro a los días que se me escapan queriendo que no se acaben.

Y me asombro ante la muerte temprana de mis amigos. Ante la partida de los que amo. Y digo tratando de hallar consuelo que ya están en paz, que ya descansan habiendo entregado la vida.

Creer sin entender

¿Cómo podré hacer yo para morir santamente? ¿Cómo dejar ordenada mi alma antes de la partida?

Ese día no será un camino de rosas en el que todo encaje y esté en orden. No es así la vida. Me llegará de improviso la partida y me aferraré con mis manos al último aliento que me quede, a lo último que mis ojos miren.

¿No es tanta mi fe? ¿O es muy grande el amor a estos días que vivo y disfruto, en los que sufro y amo y sonrío?

Lloro ante la hora de la muerte de los que amo. Y no cierro la puerta a la evidencia de una vida con sentido. Aunque no entienda los momentos que Dios elige.

Y sigo confiando en que su mano me ayudará a elegir el camino más pleno, para mi alma enamorada de la vida. Sólo espero que los días los viva con conciencia, con paz, atado a Dios desde lo más hondo de mi alma que anhela el cielo.



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