Educar a los hijos es un arte, no una ciencia exacta. Y hay padres, de ascendencia autoritaria, que en este mundo de éxito y fracaso no quieren que su hijo se pierda por el camino.
Han hecho una inversión, lo cuidan, lo alimentan, le llevan a un buen colegio y finalmente lo esperan todo de él (o ella). Se proyectan tanto en sus hijos, lo quieren tan perfecto, que harán todo lo que esté en sus manos para alcanzar el objetivo.
Entonces se pone en marcha el entrenamiento del niño perfecto, deseado y proyectado. Y hay que cuidarlo. Pero pronto el agobio se convierte en control, en dominio, en incapacidad de ver al niño en su condición de persona libre.
Ya no se ve a la persona: solo se ven todas las proyecciones de los padres. ¡Que lo haga todo bien! Que no se equivoque.
Padres híper-controladores e híper-protectores
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En eso se convierten. Padres que lo prevén y organizan todo. Le amonestan y, sobre todo, como no tienen paciencia, acaban haciendo las cosas por él. Acaban resolviendo los problemas al propio hijo.
No le dejan prosperar, ni crecer, ni liberarse de la tutela de los padres. En el colegio se ven a unos niños parados, introvertidos y los primeros resultados no son las mejores notas.
Del padre híper-controlador al padre con autoridad
¿Qué hay que hacer? Empujarle, incentivarle, subrayar que el niño tiene una preciosa autonomía que ya puede empezar a desarrollar cuando comienza a caminar. No se trata de abandonarle. Se trata de capacitarle con respeto.
Que se sienta competente es lo idóneo. Le dan la caña y le enseñan a pescar. Con ternura hay que decirle: adelante, eres capaz, los sabes hacer. Y si se equivoca no hay que desesperar. Se le recoge del suelo y otra vez a empezar.
Hay padres que no dejan que su hijo se equivoque
Centrémonos en una de las características de los padres híper-protectores: son progenitores que temen el error de los hijos. Se adelantan al error y lo impiden. Y, frecuentemente, ante el posible error de su hijo se llevan las manos a la cabeza y se preguntan: “Qué hemos hecho mal para que nuestros hijos se equivoquen”.
Habría que contestarles: “Tu hijo debe equivocarse, debe meter la pata. De los errores se aprende. Equivocarse es crecer”. Sin embargo, a estos padres este lenguaje les resulta incomprensible.
¿Qué es educar?
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Enseñar a un hijo es prepararle para los resbalones con el objetivo de que de estos errores extraigan enseñanzas.
- No desesperarse y tener una buena tolerancia ante la frustración
- Levantarse
- Aceptar ese tropiezo y capacitarlo para empezar de nuevo
- Generar en el hijo la determinación de luchar por los objetivos planeados con antelación.
En el mundo de la psicología y de la educación a este proceso se le denomina el aprendizaje de la autorregulación, en este caso ante los fallos. Ser capaz de motivarse a uno mismo sin que se le tenga que sustituir. Conseguir que el hijo se gobierne a sí mismo a pesar de todos los pesares. Eso es educar para la vida.
Tienen que ganarse la libertad de equivocarse
El Señor es así con nosotros. Nos ha dado una gran libertad. Nos ama, pero no quiere marionetas ni esclavos. Quiere el Señor hijos que aprendan a elegirle a Él. Pero nuestra naturaleza es frágil, y nos equivocamos, y pecamos.
Entonces el Señor nos perdona si somos humildes y capaces de aceptar nuestra caída y a la vez somos capaces de regresar a Él por nuestros propios pies. Él no nos tirará de las orejas hasta el sacramento de la reconciliación. Iremos nosotros libremente.
Y ahí hay un aprendizaje que se aparta del perfeccionismo y se acerca a la habilidad para volver a empezar. Eso es una sabiduría. Algunos padres, mutatis mutandi (cambiando lo que haya que cambiar) deberían aprender a llevar a sus hijos como el Padre nos lleva a nosotros, de la mano, pero sin coacción.
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