En el 1576- 1577, el norte de Italia, especialmente Milán, fue azotado por una terrible peste que fue denominada “la peste de san Carlos”.
Y no es porque esta se verificó durante el episcopado de Carlos Borromeo, sino por el papel fundamental que cumplió el santo para afrontar la plaga.
Mientras todos escapaban -hasta el mismo gobernador y el gran canciller de Milán-, Carlos se preparaba firmando su testamento. Sabía que la peste no perdonaba a ninguno, ni al más rico ni al más pobre.
Él hubiera podido tranquilamente refugiarse tranquilamente en otra ciudad; también hubiera podido vivir como príncipe ya que provenía de una familia noble adinerada de muy alto rango.
Pero no: decidió “padecer” al lado de la gente, dando todo el apoyo que fuera posible, tanto espiritual como material.
Implicándose a fondo
Sí, porque san Carlos no dudó en vender sus bienes para fabricar 200 barracas en las afueras de la ciudad donde eran “arrojados” los enfermos.
Donó los refinados tapices del palacio de familia para que los enfermos se cubriesen, en el duro invierno del norte italiano.
Todos los días iba a visitar a las víctimas abatidas por la pandemia que en solo dos meses habría provocado 6.000 muertes.
Carlos vio que las manos eran pocas. Y que reinaba la desesperanza en los fieles, recluidos en sus casas por voluntad propia o luego por el dictamen de la magistratura.
Entonces envió a su criado a Suiza y pagó para traer 70 hombres y mujeres, muchos de ellos sacerdotes y monjas, para que lo ayudaran, para que nadie perdiera la fe ante tal desolación.
Creatividad para la asistencia espiritual
La gente no podía salir y no podía recibir los sacramentos. Por eso Carlos se organizó para que cada uno que lo desease no se quedara sin la Santa Misa o la Reconciliación.
En varios puntos de la ciudad, aquellos más visibles desde las puertas y ventanas de las personas, mandó erigir pequeños altares con forma de columna.
Algunas todavía existen y son llamadas las “cruces estacionales de Milán”, donde los sacerdotes celebraban la Misa todos los días.
También hizo colocar bancos a una debida distancia de las puertas de casa, para administrar la Eucaristía.
Los mismos sacerdotes solían llevar un banquillo, para poder escuchar las confesiones a una distancia adecuada, muy parecida al metro de distancia social que se vive hoy con el coronavirus.
Las campanas de la catedral sonaban siete veces al día, invitando a la gente a recitar una letanía y los salmos, que antes habían sido distribuidos por el santo en folletos especiales.
Cada plaza, cada barrio se unía en oración como un gran coro al unísono. Una imagen seguramente conmovedora, y más si traemos la escena y las comparamos a lo vivido en esta pandemia, en nuestras ciudades, en nuestros balcones.
Recurrir a un ángel
Es interesante saber que tanto en esa época como la actual, la región más afectada por la peste y el coronavirus en Italia fue la Lombardía.
Por eso hoy especialmente en su día apelamos con ruegos y una oración por el fin de la pandemia a quien fue denominado el “ángel de la peste”.