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El estigma de las enfermedades mentales viene de antiguo, en particular entre ciertos cristianos que insisten en que la depresión es señal de falta de fe, en vez del resultado de una enfermedad mental, problemas fisiológicos o un trauma pasado.
Algunos han considerado el suicidio en particular como irremediablemente pecaminoso, un acto final de desesperación.
Dichas creencias son tan inciertas como peligrosas y hacen que quienes sufren rechacen los tratamientos necesarios (como terapia o medicación) e incluso oculten sus problemas, avergonzados por su supuesta debilidad.
El Catecismo de la Iglesia Católica, aunque reitera que nuestras vidas no son nuestras para disponer de ellas y que el suicidio es “gravemente contrario al justo amor de sí mismo”, también declara:
Y continúa explicando que la Iglesia reza por quienes se han quitado la vida, sabiendo que la misericordia de Dios no tiene límites.
Santos con trastornos mentales
Para enfatizar la verdad de que una enfermedad mental no es indicio de debilidad espiritual, la Iglesia tiene santos que vivieron con enfermedades mentales, santos que iban a terapia y tomaban medicación e incluso santos que lucharon contra ideaciones suicidas.
Algunos (como santa Isabel Ana Seton) sintieron la tentación del suicidio mucho antes de su conversión y después encontraron curación.
Otros (como san Ignacio de Loyola) encontraron que su salud mental empeoró después de su conversión.
En el caso de Ignacio, las dudas le convencieron de que era un caso perdido y sin esperanza; solamente el miedo de ofender a Dios le impedía tirarse por la ventana.
Otros santos (como santa María Magdalena de Pazzi) lucharon durante años contra el deseo de poner fin a su vida.
Estos santos nos recuerdan que las enfermedades mentales no son el resultado de una vida de oración deficiente o una falta de confianza en Dios y que la desesperación no es un pecado cuando es el resultado de una enfermedad mental (o cuando es una tentación contra la que luchamos poderosamente).
El venerable Francisco María Pablo Libermann (1804-1852)
Se crió en una familia judía ortodoxa y se esperaba que siguiera los pasos de su padre como gran rabino de Saverne, Francia.
Cuando Francisco se hizo católico de joven adulto, su padre lo lloró como si hubiera muerto.
Tímido y sensible desde su juventud, al Francisco adulto lo carcomía la ansiedad, en especial debido a la epilepsia que le impidió ordenarse durante 15 años.
Lo peor de todo eran sus ideaciones suicidas, que convertían cada cruce de un puente en un calvario terrible, ya que luchaba contra la inclinación de tirarse al vacío (un impulso que a menudo experimentan las personas con trastorno obsesivo compulsivo, además de los que sufren depresión).
Francisco continuó aferrándose a Jesús pero, aunque su epilepsia terminó por curarse, el suicidio seguía tentándole, incluso como sacerdote, fundador de una orden religiosa y reclamado director espiritual cuyo sufrimiento lo convertía en profundamente empático.
Los puentes eran una fuente de preocupación constante y nunca mantenía un cuchillo cerca, temeroso de que en los momentos de mayor abatimiento no tuviera la fuerza suficiente para resistir.
Con todo, Dios lo hizo santo, un hombre capaz de aferrarse a la esperanza a pesar de su constante tentación de caer en la desesperación.
El beato Bartolo Longo (1841-1926)
Se crió rezando el Rosario, pero estaba deseoso de experimentar al completo la vida universitaria, lo que por entonces significaba anticlericalismo, ateísmo y, en última instancia, lo oculto.
No tardó en “ordenarse” sacerdote de Satán. A través de la intercesión de su difunto padre, Bartolo por fin regresó a Dios.
Aun así, se sentía indigno de misericordia, seguro de que su pecado lo había arruinado para siempre, que seguía consagrado a Satán y que estaba condenado al infierno.
Más tarde, al volver la vista atrás sobre esta época, escribió:
En aquel momento, Bartolo sintió que Nuestra Señora le decía que su camino al paraíso pasaba por enseñar a otros a rezar el Rosario. Esta misión le dio esperanzas en un momento de desesperación.
Durante más de 50 años, Bartolo rezó el Rosario, fundó escuelas para pobres y estableció orfanatos para hijos de criminales.
La beata Benedetta Bianchi Porro (1936-1964)
Empezó a perder audición siendo estudiante de medicina, pero los médicos creían que era psicosomático.
Fue la misma Benedetta quien se diagnosticó a sí misma la enfermedad de Von Recklinghausen, una enfermedad neurológica que terminaría arrebatándole los cinco sentidos y dejándola paralizada, capaz de mover únicamente una mano.
Su sufrimiento amenazaba con sumergirla en la desesperación, llevando a Benedetta a escribirle a una amiga (de su apartamento de siete pisos):
Sin embargo, recibía el apoyo de una comunidad que conocía el valor de su vida y se vio fortalecida por el amor de Jesús. Al final, Benedetta fue capaz de escribir:
La sierva de Dios Dorothy Day (1897-1980)
Fue una madre soltera cuyo “sí” radical a Dios cambió las vidas (y las eternidades) de miles de personas.
En su autobiografía, Dorothy insinúa que, en su juventud, su serie de compañías sexuales, su aborto y sus intentos de suicidio eran pruebas del anhelo de Dios que tenía su corazón.
Tras el nacimiento de su hija, Dorothy empezó a asistir a misa y decidió bautizar a su hija, unas decisiones que acabaron conduciendo a la separación de su marido de hecho.
Dorothy empezó a ver su servicio a los pobres como un servicio a Cristo. Con Peter Maurin, fundó el Movimiento del Trabajador Católico, publicó un periódico, luchó por los derechos de los trabajadores y vivió en comunidad con los pobres.
Una poderosa activista que fue arrestada varias veces e incluso recibió un disparo por su obra contra la guerra y la opresión.
Dorothy encontraba fuerzas en la misa diaria y en el compromiso con la oración contemplativa.