Justa y Rufina eran dos hermanas que nacieron en Sevilla en 268 y 270. Eran hijas de una humilde familia que sobrevivía trabajando en el oficio de la alfarería. Sus padres transmitieron a las dos chicas una profunda fe cristiana en un tiempo en el que seguir la doctrina de Jesús era muy peligroso.
Las jóvenes nacieron cuando gobernaba el emperador Aureliano que decretó una de las persecuciones más importantes contra los cristianos y fallecerían bajo el reinado de Diocleciano, quien años después de la desaparición de las santas, ordenaría una cruenta persecución que pasaría a la historia como la “Gran Persecución”.
La prohibición de abrazar la fe de Cristo se extendía en todos los rincones del Imperio e Hispania no era una excepción. A pesar del peligro, la familia de Justa y Rufina permanecieron fieles a sus creencias hasta el punto de no temer enfrentarse por ello a las autoridades. Y así lo demostraron durante las fiestas que se celebraban cada año en honor a la diosa Venus.
Sucedió en el verano del año 287. Por las calles de Sevilla los romanos desfilaban con ídolos y pedían ofrendas para su mantenimiento. Lo hacían entre la gente y deteniéndose en los distintos comercios. Solo era cuestión de tiempo que llegaran hasta la alfarería en la que trabajan Justa y Rufina, quienes no dudaron en negar limosna a la diosa Venus y sus seguidores. Su negativa provocó un altercado público que terminó con la figura de la diosa por los suelos hecha añicos.
Ambas eran plenamente conscientes que su negativa iba a acarrear nefastas consecuencias. El prefecto de Sevilla, Diogeniano, no tardó en detenerlas y encarcelarlas. Su objetivo no era otro que castigarlas por su acto contra una de sus divinidades pero sobre todo, Diogeniano pretendía obligarlas a renunciar a su fe cristiana. Justa y Rufina, convencidas de sus creencias, se negaron aún a sabiendas de lo que les esperaba a continuación.
Ambas jóvenes fueron sometidas a tortura en el potro y con otros artilugios de lo más crueles y dolorosos.
Diogeniano no podía creer la valentía y resistencia de aquellas mujeres. Obsesionado con terminar con ellas si no podía doblegar su fe, las condenó a caminar descalzas hasta Sierra Morena para después encarcelarlas de por vida. Justa fue la primera en sucumbir al hambre. Su cuerpo fue lanzado a un pozo de donde el obispo Sabino consiguió rescatarlo poco tiempo después.
El prefecto romano creía que ver morir a su hermana convencería a Rufina de que debía renegar del cristianismo pero de nuevo se equivocó. Estaba dispuesta a seguir los pasos de Justa. Indignado y humillado, Diogeniano no se apiadó de ella ni permitió que, al menos, falleciera de la misma manera que Justa. Rufina fue llevaba al anfiteatro donde esperaban que un león terminara con su vida. Según cuenta la leyenda hagiográfica, el animal se plantó ante ella y quedó manso como un gato doméstico. Harto de tanta humillación, Diogeniano ordenó decapitarla. Su cuerpo también sería recogido por el obispo Sabino.
El martirio de aquellas jóvenes que no llegaron a cumplir los veinte años mereció la veneración de la Iglesia Cristiana que terminó canonizándolas. Son recordadas también como patronas de los alfareros y de distintas localidades españolas.
Muchos pintores y escultores (entre ellos Goya, Velázquez y Murillo) han inmortalizado la figura de estas santas y lo hacen casi siempre representándolas con las palmas del martirio. Se las sitúa a ambos lados de la Giralda en recuerdo del terremoto de 1504 que, según la tradición, no pudo destruir la emblemática torre gracias a su intercesión.
Apenas dos décadas después de su muerte, el Imperio Romano empezaba un nuevo episodio en su larga existencia. El Edicto de Milán de 313 permitía la libertad religiosa en todo su vasto territorio.
¡Oh, santas vírgenes Justa y Rufina,
rosas bellísimas y margaritas muy resplandecientes,
que, con vuestra preciosa sangre
y el tesoro de vuestras imágenes,
enriquecéis y hermoseáis la ciudad de Sevilla!
¡Oh patronas singulares,
amadísimas de Cristo,
humildemente os pedimos que,
con vuestros incesantes ruegos,
amparéis a esta ciudad!
Amén.
(Adaptación de una oración de San Isidoro de Sevilla que contiene el Oficio de la liturgia mozárabe)