Álvaro Iglesias, Anás al Basha, Maximiliano Kolbe, Ignacio Echeverría: Todavía hay personas “normales” dándolo todo
El amor es siempre una opción. Una opción que involucra toda nuestra vida. El papa Benedicto XVI en la Deus Caritas Est nos enseña:
“Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 10), ahora el amor ya no es solo un «mandamiento», sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro”.
El amor es también una respuesta al amor de Dios que experimentamos en nuestra vida. No amamos desde nuestras fuerzas humanas; amamos porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones.
Esta es la palabra que define nuestra fe: el amor. Así nos lo dice el papa Francisco: “tú ¿cuánto amas? ¿Cómo es tu fe? Mi fe es como yo amo. Y la fe es el alma del amor”.
El servicio y el amor al otro abren mis ojos a lo que Dios hace por mí, a lo mucho que me ama.
Pero yendo un poco más allá, si queremos tocar lo que verdaderamente es el amor, no podemos hacer otra cosa que mirar la Cruz. A partir de la Cruz se define lo que es el amor.
Escribe Martín Descalzo:
“Nunca he creído que Jesús terminara de morir hace dos mil años. Nunca he aceptado que su muerte quedara circunscrita a un rincón de la historia, clavada —como una mariposa disecada— en solo una fecha, de un mes, de un año pasadísimo. Él, dicen los teólogos, sigue muriendo no solo por nosotros, sino en nosotros, encargados —según las palabras paulinas— de concluir en nuestra carne lo que le falta a la pasión de Cristo”.
Por eso pensando en lo que Descalzo nos dice, les dejo cuatro historias, en las que estos valientes, han completado en su carne lo que le falta a la pasión de Cristo:
El joven que murió por salvar a tres desconocidos
En 1982, el joven Álvaro Iglesias, de 20 años, cruzaba en su moto la glorieta de Bilbao en Madrid. El motor se paró y Álvaro y su amigo Fernando Arribas fueron incapaces de arreglarlo. Así que ambos decidieron quedarse a tomar unas cervezas hasta que alguien los auxiliara.
Pero las llamas que comenzaron a salir de un edificio en el número 7 de la calle de Carranza captaron su atención.
Álvaro no lo pensó y se adentró en el inmueble. Así rescató a una persona mayor que había quedado atrapada. Luego fue por otra y por otra. Volvió a intentarlo una cuarta vez, pero ya no salió nunca más.
En ese año, Martín Descalzo, dedicó unas palabras a Álvaro:
“Por eso este año, para mí, será ya siempre el año en que Cristo murió entre llamas a través de la carne de este muchacho que se llama (no quiero decir que se llamaba) Álvaro Iglesias y que el martes dio en Madrid su vida por salvar a tres desconocidos. (…) Me impresiona pensar que ha habido en la muerte de este muchacho el reflejo de las tres grandes características de la muerte de Cristo: libertad, gratuidad, salvación. La libertad de quien asume un riesgo sin que nadie le obligue o le empuje a ello. La gratuidad de quien lo hace no para salvar a amigos o a conocidos, sino a perfectos y totales desconocidos. La salvación de quien recibe la muerte a la misma hora en que tres personas han huido, gracias a él, de las llamas”.
Morir por una sonrisa
Anás al Basha trabajaba como director de un centro de una ONG llamada Space of Hope (Espacio de Esperanza) una de muchas iniciativas locales que operaban en Alepo.
Esta organización se dedica a proporcionar terapia y asistencia económica a unos 365 niños que habían perdido a uno o a ambos padres.
A sus 24 años, Anás decidió quedarse a pesar del recrudecimiento de los ataques de las milicias del ISIS, a brindar alegría a los pequeños hospitalizados por los ataques.
Toda su familia ya se había retirado de Alepo y él recorría las calles desiertas, aun a riesgo de su propia vida, para llegar al hospital, disfrazarse de payaso y llevarles un momento de alegría a los pequeños hospitalizados.
A pesar de que sus padres lo persuadieron en constantes ocasiones para que abandonara la ciudad, Anás murió en un ataque aéreo que se registró en el barrio Mashhad de Alepo, el 29 de noviembre de 2016.
Donar la vida en el campo de concentración
Maximiliano María Kolbe nació en Polonia en 1894. A los 13 años ingresó en el Seminario de los padres franciscanos. Finaliza sus estudios en Roma y en 1918 es ordenado sacerdote.
En 1939 es apresado junto con otros frailes y enviado a campos de concentración en Alemania y Polonia. Es liberado poco tiempo después, precisamente el día consagrado a la Inmaculada Concepción. Es hecho prisionero nuevamente en febrero de 1941 y enviado a la prisión de Pawiak, para ser después transferido al campo de concentración de Auschwitz, en donde a pesar de las terribles condiciones de vida prosiguió su ministerio.
La noche del 3 de agosto de 1941, un prisionero de la misma sección a la que estaba asignado Maximiliano escapa. En represalia, el comandante del campo ordena escoger a diez prisioneros al azar para ser ejecutados. Entre los hombres escogidos estaba el sargento Franciszek Gajowniczek, polaco como Maximiliano, casado y con hijos.
Maximiliano, que no se encontraba entre los diez prisioneros, se ofrece a morir en su lugar. El comandante del campo acepta el cambio, y Maximiliano es condenado a morir de hambre junto con los otros nueve prisioneros. Diez días después de su condena y al encontrarlo todavía vivo, los nazis le administran una inyección letal el 14 de agosto de 1941.
Juan Pablo II, un año después de su elección, en Auschwitz, dijo: «Maximiliano Kolbe hizo como Jesús, no sufrió la muerte, sino que donó la vida».
El héroe del monopatín
Licenciado en Derecho, miembro de la Acción Católica, gran deportista (además del monopatín le encantaba el surf, golf y squash), Ignacio Echeverría de 39 años, había dejado España para trabajar como analista en el banco HSBC.
En el atentado del 3 de junio de 2017, Ignacio no dudó en enfrentarse a uno de los terroristas en el puente de Londres utilizando su monopatín.
Hubiera podido seguir su camino en bicicleta y huir como tantas otras personas, pero él se bajó para enfrentarse al asesino salvando la vida de varias personas que lograron escapar. Cayó herido mortalmente cuando otros dos terroristas le dieron una puñalada por la espalda.
Libertad, gratuidad y salvación. Estas tres muertes son muestra de ello. Nadie les quitó la vida, la e entregaron voluntariamente (como Cristo), y por su muerte, otros alcanzaron la vida.
Solo nos queda preguntarnos con sinceridad: ¿estamos hechos de la misma pasta de estas personas dispuestas a jugarse la vida por ayudar a otros? Pues estoy segura que sí, pues todos estamos hechos de la misma pasta que Cristo, el punto es si tenemos la valentía de vivir de acuerdo a ella.