Una obra sobre la Navidad, que escribió cuando era prisionero de los alemanes en 1940, y que luego quiso olvidar
En la medida en que el sufrimiento y la libertad sean algo más que meras palabras, al hombre se le abre la posibilidad de negar validez al mundo, de rehuir su colaboración en el mantenimiento de un estado de cosas que le repele.
La libertad real pone en manos del hombre no sólo a sí mismo sino también a su modo de vivir y sentir el mundo. Dios podría anular la libertad pero entonces ya no tendríamos un hombre; por eso “contra un hombre libre, ni el mismo Dios puede nada”.
Y es así como la libertad puede conducir a la negación de un futuro, al rechazo de lo que nos excede o, en otros términos, a la aceptación lúcida de la miseria del mundo. Ese es el estado que denominamos desesperanza.
En ese universo en el que el hombre se enfrenta a sí mismo y a los demás desde su libertad, con la carga del sufrimiento y la opresión, ¿hay lugar para Dios, hay espacio para la esperanza?
Se trata, como es sabido, de cuestiones que ocuparon de un modo central la actividad intelectual de Jean Paul Sartre (París, 1905-1980). Su beligerante anticristianismo y su activismo político procomunista indica su opción al respecto. De ahí que el mismo Sartre contribuyese a no difundir su primera obra teatral: Barioná, el hijo del trueno, escrita e interpretada en el campo de prisioneros Stalag 12D (Treveris) en la Navidad de 1940.
Algunos prisioneros católicos que asistieron a la representación conservaron copias y le pidieron su autorización para publicarla y representarla. En 1962 accede añadiendo una entrada en la que “justifica” su tratamiento de la “mitología” cristiana pero dejando claro que Barioná no supuso una ruptura con su pensamiento sino un mero acercamiento estético al asunto de la Navidad.
Las circunstancias que rodean a la escritura y primera representación, así como el enfoque sartreano de esta misma cuestión en sus obras posteriores no carece de interés. Queda señalado pero en la presente crítica nos limitaremos a esta obra.
El contexto es un pueblo cercano a Belén, durante la dominación romana. Es un pueblo pobre, de baja natalidad, un pueblo de viejos, un pueblo que agoniza. Sin perspectivas, sin futuro, sin esperanza. Barioná es el jefe: “un hombre duro de trato […] de la raza de los pequeños jefes feudales” y, “en estos momentos, un hombre deshonrado, el jefe de una familia hundida”.
Un pueblo en un mal momento, un jefe en su peor momento, un imperio que los oprime aún más. ¿Qué hacer?: “cuando el enemigo es más fuerte, sé que hay que agachar la cabeza”. Los viejos, débiles, aconsejan ceder. Barioná, el líder firme, cede.
Pero saca lúcidamente las consecuencias de la sumisión: hay que cegar el futuro. No se puede traer a este mundo infame a ningún hijo; a este valle de lágrimas y sufrimiento no podemos convocar a ningún ser querido; nosotros ya estamos aquí y llevaremos nuestra sumisión mansamente, con dignidad. Pero con nosotros acabará todo, terminará la esclavitud, acabará el sufrimiento, porque ya no habrá hombres a los que someter y quedará tierra y polvo en este mundo fallido. El opresor no tendrá a quién oprimir, la enfermedad no hallará carne a la que dañar y el sufrimiento no será ya posible. Es la única vía, la nueva religión: “la religión de la nada”.
La vida no corre en dirección de la nada sino que cada nuevo niño que viene al mundo es una nueva oportunidad, un nuevo comienzo, una nueva mañana para el mundo. Pero Barioná es duro y blinda su “corazón con una triple coraza: contra los dioses, contra los hombres y contra el mundo. No pediré compasión ni diré gracias. No doblaré mi rodilla delante de nadie, pondré mi dignidad en mi odio”.
Puesto que no puede alcanzar el bien y la justicia, ni puede luchar contra un destino que lo aplasta ni, en suma, puede pensar y sentir el mundo desde el amor, lo hará desde la resignada opción por el odio, por el rechazo incluso del Eterno ya que él lo ha elegido así y “contra un hombre libre, ni el mismo Dios puede nada”.
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La tensión dramática sube de punto cuando un ángel, aterido de frío, anuncia la primera noche del nuevo mundo, la primera noche en la que Dios llorará sobre la Tierra como cualquier otro hombre. ¿Será una señal para Barioná, para el pueblo que espera un Mesías?
¿Es posible que ese niño sea el Mesías? ¿Qué esperanza puede aportar? Si Dios quisiera acabar con las injusticias y hacer florecer los campos yermos, le bastaría con quererlo. No necesitaría hacerse hombre.
Barioná se ve frente a lo que realmente aporta ese niño y entiende que quienes esa noche lo adoran como Mesías pensando que ha venido a realizar proezas terrenas, serán los primeros en abandonarlo. Lo abandonarán todos, los que cantan hosanna y quienes lo reciben con palmas. Todos. Barioná es el primero en comprender que no se ha hecho hombre para darnos una vida más cómoda.
Quienes esperan que su Mesías acabe con las injusticias o acusan a Dios porque no hace nada no entienden lo que hace: ha puesto a sus discípulos para que luchen por la justicia, procuren lo bueno y lo mejor y consuelen al que sufre. Quienes no entienden que Dios actúa a través de los suyos serán los primeros en abandonarlo y perseguir a los suyos.
Por el contrario, quien sufre y ha descubierto que Cristo no sólo no suprimirá el dolor sino que él mismo sufrirá indeciblemente, está más cerca de la verdad que quienes le vitorean. Quizá por eso una de las figuras de la sabiduría que transitan por la obra dice que Barioná es “el primer discípulo del Cristo”.
Todos sufrimos. También los discípulos de Cristo. También los niños; pero el niño confía en su madre: de ahí extrae el motivo de su alegría.
Aquí puede leer “Barioná, el hijo del trueno”, de Jean-Paul Sartre, publicado por Voz de Papel, edición revisada y ampliada de José Angel Agejas