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Santa Edith de Wilton: La princesa que renunció al trono por su fe

EDITH OF WILTON

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Sandra Ferrer - publicado el 07/02/20

Edith podría haber sido reina regente de Inglaterra pero nunca quiso abandonar el monasterio en el que había vivido desde su nacimiento y donde se volcó en ayudar a los más necesitados. Tras su muerte, fue elevada a los altares.

La llegada al mundo de Edith de Wilton, en una fecha indeterminada entre los años 961 y 964, no fue un momento feliz. Al parecer, no fue fruto del amor, sino de la violencia de un rey, Edgar de Inglaterra, al que, curiosamente se le recuerda como “El pacífico”.

A pesar de que se desconoce la razón por la cual Edgar sacó a la fuerza a Wilfrida, la madre de Edith, del convento en el que residía, parece ser que el rey habría hecho penitencia durante años para purgar sus pecados. Poco después de nacer Edith, ella y su madre regresaron a la abadía de Wilton con la anuencia de Edgar quien durante años apoyó financieramente a la congregación que allí vivía.

Edith probablemente nunca tuvo recuerdos de su vida en palacio y creció feliz tras los muros del convento en el que fue educada por las religiosas que vivían con ella y su madre, quien llegaría a ser abadesa del mismo. Edith creció feliz, aprendió a pintar, a bordar y escribió sus propias oraciones de alabanza a Dios. También disfrutaba de la vida al aire libre, cuidando de un pequeño zoo de animales a los que alimentaba ella misma. Pronto tomó los hábitos y se convirtió en monja.

La bondad de Edith no era incompatible con su fuerza de carácter y su determinación. Al parecer, Edith vestía con vestidos deslumbrantes, algo que algunos consideraban poco apropiado para una religiosa. Ella se defendió con contundencia asegurando que su alma y su mente podían ser tan puras como la de cualquier persona que vistiera de manera distinta a la suya y su madre la apoyaba asegurando que si las monjas se vestían de manera exquisita lo hacían para mayor gloria de Dios.

Ajena a las críticas, Edith fue una monja devota y trabajadora que realizaba todas las tareas que se le asignaban como una más, sin distinción a causa de su rango real. Pasaba horas cuidando a los enfermos y los pobres que acudían al convento en busca de ayuda mundana y espiritual.

Al cumplir los quince años, su padre la reconoció oficialmente y le ofreció la posibilidad de ser abadesa del monasterio que ella quisiera. Pero Edith había crecido en un mundo alejado de la ambición terrenal y declinó su oferta para quedarse con sus hermanas.

En el año 975, a la muerte de Edgar, los nobles del reino pidieron a Edith que saliera del convento para asumir la regencia de su hermanastro, el futuro rey y santo, Eduardo, conocido como “El mártir”, que entonces tenía apenas trece años.

Edith rechazó la oferta de ostentar el poder y convertirse en reina regente de Inglaterra. No así la herencia que le había dejado su padre, que aceptó pero no para vivir lujosamente sino para construir una iglesia y un hospital en el que acoger a pobres y desamparados.

Edith de Wilton falleció el 16 de septiembre de 984, cuando aún era una joven de poco más de veinte años. Su madre, que la sobrevivió más de una década, fue testigo del rápido proceso de canonización que se inició, nada más morir. Poco antes, san Dunstan había tenido una premonición acerca de la muerte de Edith, a la que en cierta ocasión le dijo que el dedo pulgar con el que tantas veces había hecho la señal de la cruz permanecería incorrupta. Décadas después, san Dunstan tuvo un sueño en el que Edith le pedía que rescatara sus reliquias. Haciendo caso de la visión, su cuerpo fue desenterrado y para sorpresa de todos, su dedo pulgar estaba incorrupto.

Goscelin, un monje de la Edad Media, escribió su hagiografía, en la que relató hechos sobrenaturales relacionados con la vida de Santa Edith de Wilton, cuya fiesta se celebra cada 16 de septiembre.

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