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Por qué el amor maduro hace más feliz

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 05/02/20

Vivir vacío de uno mismo y lleno de Dios, eso es la pobreza de espíritu

Cada vez que intento ser feliz me veo deseando lo que no poseo, envidiando lo que otros tienen, anhelando lo que nunca llega. Y se introduce en mi ánimo una tristeza extraña que me quita la paz.

Cada vez que me lleno de bienes pensando que con ellos voy a ser más pleno, de nuevo me siento vacío.

Cuando me creo en posesión de la verdad y lucho por imponerla, después de tanto esfuerzo una desazón cubre mi alma. Cuando aspiro a altos honores y deseo cargos de prestigio o misiones dignas de gloria, vivo frustrado con lo que tengo, con lo que vivo. Jesús dice: “Felices los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”.

¿Qué quiere decir ser pobre de espíritu? ¿A quién se refiere Jesús cuando le habla a esa multitud desde el monte de las bienaventuranzas?

Se refiere a mí. A mí que he saboreado la amargura de la derrota y he sufrido la incapacidad para llegar a la cumbre. Habla de mí que he vivido la pobreza de no poseer todas las respuestas y la humillación de las críticas por no ser tan capaz como quería.

La felicidad tiene que ver con mi mirada. Con mi capacidad para alegrarme con lo que poseo. Vivir en presente, sin desear futuros mejores, pasados gloriosos. La alegría del que se posee a sí mismo y ha comprobado la pequeñez de su alma.

Así me veo yo después de recorrer un largo camino. Pobre de espíritu. ¿Cuáles son mis pretensiones? ¿Cómo aspiro a ser feliz? Miro mi vida conmovido y me alegro.

Sonrío al pensar en lo que he hecho, en lo que vivo. Corro por esos caminos que Dios pone ante mis ojos sin miedo. No quiero vivir comparándome, porque me enveneno. Ni deseando aquello que escapa a mi capacidad.

Callo y acepto como un niño lo que mi Padre bueno quiere darme. En su obra Los miserables, Víctor Hugo habla de ese amor primero de los enamorados. Y escribe:

Es un error creer que la pasión, cuando es feliz, conduce al hombre a un estado de perfección; lo conduce, simplemente, al estado de olvido. En esta situación, el hombre se olvida de ser malo, pero se olvida también de ser bueno. El agradecimiento, el deber, los recuerdos desaparecen. Es una extraña pretensión del hombre querer que el amor conduzca a alguna parte”[1].

Habla de ese amor aún inmaduro. Ese amor virgen que sueña con ideales altos. El amor que se centra en la posesión del amado, pero no se proyecta, ni une en una sola dirección ambas miradas.

Ese amor pasional de los enamorados puede no llevar a ninguna parte si no madura. El amor crece con el tiempo, con las pruebas, con la entrega.

Pierde quizás la algarabía de los primeros pasos. Pero se llena de una serenidad y de una paz que cautivan el alma. El amor que ha pasado por la prueba es más hondo, más libre, más sufrido. También está más purificado.

Porque las humillaciones purifican. Igual que las derrotas y las caídas. Las infidelidades me hacen ver lo frágil de mi voluntad herida. Y mis sueños incumplidos me muestran los límites de todas mis ansias.

Pero ese amor maduro renovado con el paso de los años tiene un olor a vino bueno, perfeccionado con el tiempo. Es mejor que el vino primero.

Ha pasado por etapas diversas y ha aprendido en todas ellas. Ese amor de ahora no pretende demostrarle nada a nadie. Y ya no cree, como antes, tener respuestas para todo.




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No quiere cambiar el mundo con habilidades propias. Y no desprecia con desdén esas opiniones que no comparte. Ese amor maduro cree en el poder de la semilla enterrada en el corazón del hermano. Y ve la belleza oculta en el hijo que comienza a dar sus primeros pasos.

Ya no destruye nada cuando cae derrotado. Porque sabe que la vida no se compone sólo de victorias. Ha aprendido a llorar cada vez que ha perdido. Y ha sabido sonreír en seguida, dando nuevos pasos, soñando nuevos sueños.

Ese amor maduro es el que deseo. Seguro que con él seré más feliz y estaré más lleno. Dejaré de temer la posibilidad de ser ignorado. Y no me amargaré al no saborear el éxito. No me importará no ser tomado en cuenta. Y me alegraré con las victorias de mi hermano.

Quiero esa capacidad de amar que posee el pobre de espíritu. Vivir vacío de mí mismo y lleno de Dios. Quiero el amor que sueña confiado con el amor de Dios y se alegra después de perderlo todo.


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[1] Victor Hugo, Los Miserables

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