El mal engendra el mal: que surja el bien de la violencia o es obra de Dios o es imposible
Me gusta pensar en la paz, en un mundo sin guerras, sin odios, sin venganzas, sin violencia. Hoy escucho:
“Subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob, él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas. Porque de Sión saldrá la ley, de Jerusalén, la palabra del Señor. De las espadas forjarán arados y de las lanzas, podaderas. Ya no alzará la espada pueblo contra pueblo, ya no se adiestrarán para la guerra. ¡Ven, Casa de Jacob! Caminemos a la luz del Señor”.
Las lanzas serán transformadas en podaderas. Y las espadas en arados. ¿Cómo se puede construir la paz?
En tensión
Pienso en tanta inseguridad a mi alrededor. En tanto odio. En tanta ira. La memoria no olvida la ofensa causada. Clama el corazón por venganza.
No desea la impunidad ante el daño cometido. ¿No hay justicia en este mundo? Quiero tomarme la justicia por mi mano. Quiero acabar con el que me ha herido. Con el que me ha hecho daño. Clamo contra él.
No deseo la paz que justifique al cobarde, al altanero, al pernicioso. La paz del que tiene miedo a enfrentarse a la derrota. La guerra parece más justa. Como si pudiera poner las cosas de nuevo en su sitio.
Es tan instintivo el deseo de venganza… Anida en el alma y crece. No olvido el daño. Olvidar es como morir y dejar que quede sin castigo el mal causado.
¡Cuánto cuesta perdonar de corazón! El alma no olvida. No se entierra el hacha de guerra. Permanece en la mano dispuesta a emprender acciones de odio.
El mal engendra el mal. Que surja el bien de la violencia o es obra de Dios o es imposible. En la cruz Jesús puede perdonar a sus asesinos y enterrar el rencor. Y derrama una misericordia infinita. Es tan difícil de comprender…
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El corazón herido quiere que el daño no quede impune. Entiendo muy bien el origen de la guerra y del odio. No es fácil aceptar la realidad y perdonar al que me ha causado daño.
Pacificar, ¿cómo?
En este tiempo de Adviento que comienza quiero sembrar la paz a mi alrededor. Quiero pacificar corazones. Quiero enterrar el hacha de guerra, el deseo de venganza. Quiero la paz. Hoy he rezado:
“Jerusalén, que haya paz entre aquellos que te aman, que haya paz dentro de tus murallas y que reine la paz en cada casa. Por el amor que tengo a mis hermanos voy a decir: – La paz esté contigo. Y por la casa del Señor, mi Dios, pediré para ti todos los bienes”.
Quiero decir a los que están conmigo que la paz esté con ellos. Pero antes tendrá que haber paz en las murallas de mi corazón. En el interior de mi morada. Sí, una paz bajada del cielo. Decía santa Teresita del Niño Jesús:
“¡Qué paz inunda el alma cuando se eleva por encima de los sentimientos de la naturaleza! No existe alegría comparable a la que siente el verdadero pobre de espíritu. Si pide con desprendimiento una cosa necesaria y no sólo se la niegan, sino que además tratan de quitarle lo que tiene, sigue el consejo de Jesús: – Al que quiere hacerte un juicio para quitarte la túnica, déjale también el manto”.
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Es la paz del alma generosa. Del hombre libre que se ha entregado por entero a Dios y nada teme.
Comienzo este camino de Adviento con el deseo de que se pacifique mi corazón. Estoy en guerra, alterado, inquieto. Tengo muchos frentes abiertos. Temo que mis defensas sean vulnerables. Me siento indefenso y pobre. No tengo paz aún en el alma.
Es lo que le pido a Dios. Que siembre paz en mis murallas. Que sea capaz de entregarle mis miedos y desconfianzas. Él, sólo Él con su venida, puede pacificar mi campo de batalla interior. Allí donde me enfrento con mis demonios. Y mis sueños y deseos sucumben en medio de la mediocridad.
Quiero soñar con cosas grandes. Quiero mirar al cielo lleno de estrellas. Y confiar en que se apacigua mi alma al acercarse la Navidad. Un poco más cada semana.
Y entonces puedo ser yo un pacificador. Puedo llevar esa paz que me es dada por Dios. En Él confío.
Un camino
Me quedo mirando el cielo en este camino que comienza. Pienso en las guerras que se libran cerca de mí. No puedo calmar todas las guerras del mundo. Pero sí puedo calmar a los que tengo junto a mí.
No avivar el fuego de su rabia. Escuchar al que vive en guerra. Ponerme en su lugar, en su piel, en sus heridas. Y darle la paz que me es dada a mí por Dios.
¿De qué me sirve desangrarme en discusiones que no me llenan de esperanza? ¿De qué me sirve alimentar deseos de venganza? ¿De qué me sirven esas críticas que enturbian el alma y me alejan del hermano? Me separan, no me unen.
Quiero aprender a calmar la ira. La propia y la de otros. Calmar la rabia, la furia. ¿Quién puede calmar mi corazón?
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Conozco a personas contra las que rompe mi ira como contra un muro fuerte y firme. No se alteran al ver mis inmadureces iracundas, al oír mis gritos de rabia. No entran en guerra conmigo. No crece en ellas la ira. No se vuelven violentas ni suben el tono de su voz. Todo lo contrario.
Su paz logra calmar el coraje de mis aguas y detener los vientos de mis iras. No sé cómo lo hacen, pero ante ellas me siento tan inmaduro en mis reacciones… Y veo que guardar rencores no tiene ningún sentido.
En ellas aprendo a perdonar porque tienen a Dios en su alma. Y me lo muestran al sonreír con los ojos. Entonces se calman mis rencores y miedos. Entonces la paz vuelve al corazón. Esa paz perdida.
Quiero ser yo una de esas personas llenas de la paz de Dios que pacifican su mundo, su entorno, su hogar. Y de esa paz se alimenta el mundo. Jesús volverá a nacer en esos corazones pacíficos que pacifican la tierra.
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