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Cómo pasar del “¿es obligatorio?” al “yo puedo hacerlo”

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 03/10/19

Ir más allá de los mínimos no se consigue con normas, más bien es la atmósfera la que despierta la magnanimidad

Puede que el dinero me dé una seguridad humana en medio de esta vida. Y cuando me falta el dinero tiemblo y siento que me fallan las fuerzas. Esa comodidad de mi situación puede volverme burgués y cobarde. El profeta Amós lo dice con fuerza:

¡Ay de aquellos que se sienten seguros en Sión, confiados en la montaña de Samaría! Se acuestan en lechos de marfil,se arrellanan en sus divanes,comen corderos del rebaño y terneros del establo”.

No quiere Dios que me aburguese y acomode. No quiere que viva banqueteando, de espaldas al que sufre. Algunos viven banqueteando, en medio del lujo y la molicie. No necesitan ayuda de nadie. Todo es suyo. El poder, el dinero. La búsqueda enfermiza del placer.

Así vivo yo a veces, acomodado. Sin exigencias, sin nada que me perturbe. Sin miedos, sin inseguridades. Con un corazón blando y egoísta. Decía el padre José Kentenich:

“Propongámonos las exigencias más altas, pero no sólo como deber sino como invitación a la magnanimidad. No hay que plantearlas sólo como deber pues por esa vía el hombre acaba quebrándose. Naturalmente, donde la ley obliga, hay que hacer valer el deber. Si mantengo una actitud de heroísmo y de finura del alma me será más fácil hacer lo que tenga que hacer”.

Un corazón egoísta rechaza la magnanimidad. Porque esa actitud interior le puede llevar a hacer lo que no desea hacer. La comodidad corre peligro ante las exigencias del mundo, de los hombres. Y estoy tan cómodo y seguro en mis bienes y en mis planes…

¿No es verdad que vivo angustiado por el dinero y los bienes? Deseo tener más para estar más tranquilo. Quiero que la vida sea benévola conmigo.

Me obsesiono queriendo tener siempre más. No lo consigo. Los bienes, el dinero, la seguridad material. La comodidad en la que tengo el placer que necesito. Y la seguridad que me deja vivir y dormir tranquilo.

Me da miedo aburguesarme. Tener de todo. Lo suficiente para vivir, para comer, para estar en paz conmigo mismo. Me asusta llevar una vida fácil y blanda. Sin exigencias, sin magnanimidad.

Cuando quiero comer como, cuando veo algo que me gusta lo consigo, cuando quiero descansar descanso. La exigencia no entra en mis variables. No me exijo nada.

El otro día conocí a una niña de doce años. Sus padres no le exigían nada. Si quería comer ahora podía, o jugar con su móvil, o dormir sin ponerse a estudiar. Es más cómodo educar sin exigencias. Al menos no recibo demandas ni lloros.

Educar en la exigencia es más duro. Educar en la magnanimidad parece hoy imposible. Pedirle a alguien el 100% en la entrega no parece de recibo. Cada uno da lo que quiere, sin exigencias. Así educamos personas blandas que ante la más mínima contrariedad en el camino se quiebran.

Ser magnánimos me parece casi imposible. Una mirada que se fija en los otros y da más de lo que necesita dar. Un corazón grande que no piensa en el propio interés.

¿Cómo puedo educar a alguien para que sea magnánimo? Imposible con normas. Porque la norma me habla de límites, de exigencias cuantificables. Pero educar en la magnanimidad me habla de lo inalcanzable. De lo gratuito. De lo que no es exigible.

Pedirle a alguien que dé su vida por amor no es exigible. Ni siquiera el amante se lo puede exigir al amado. La magnanimidad no se educa con normas.

Creo que es más bien la atmósfera la que educa. Dar más de lo que me piden es propio de los locos, de los enamorados, de los santos. Dar lo que no me exigen. Dar hasta perder lo que es mío por derecho.

No sé. Sólo el ejemplo educa. Sólo lo que veo en los otros puede cambiar mi forma de mirar las cosas. La atmósfera que creo con mi ejemplo es lo único que puede cambiar el corazón de las personas.

Si en mi entorno reina una atmósfera de críticas, molicie, comodidad, egoísmo, es imposible que en ese terreno baldío crezca la magnanimidad.

El corazón magnánimo sólo crece y se hace fuerte en un terreno donde reina el anhelo de santidad. Allí donde me encuentro con personas que reaccionan de con paz y esperanza ante las dificultades de la vida.

El ejemplo de los santos que me rodean me acaba cambiando. Allí donde reina la crítica yo critico. Donde reina la rabia yo me vuelvo rabioso. La atmósfera de paz calma mi ánimo alterado. Me hace mirar a las personas con otros ojos.

¡Qué importante contribuir con mi paz, con mi alegría, con mi generosidad a cambiar la atmósfera en la que vivo! Lo no exigible es lo más difícil de educar.

Puedo fracasar en el intento. La magnanimidad es una gracia que le pido a Dios cada mañana. No quiero llevar cuentas del bien que hago. Tampoco del mal que recibo.

No quiero guardar rencor. No deseo calcular ni medir el amor que doy. Vivir sin esos límites me salva. La santidad no es la suma de muchas acciones buenas. Más bien es una forma de vivir que trae consigo infinitas acciones buenas que no se ven, que parecen no contar, pero que son las que cambian el mundo.

Son los santos ocultos los que hacen que la vida sea mejor.

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