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Publicar sólo el rostro amable de tu vida te crea este problema

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En las redes sociales,m la mayoría de nosotros solo mostramos la cara divertida, lujosa, agradable de la vida y obviamos las dificultades, que siempre hay.

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 02/09/19
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Es la humildad la que te da libertad y te acerca a la verdad… y a Dios

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La humildad es una virtud que aprecio más en los otros. Veo una persona humilde y me atrae su forma de ser, su sencillez, su pobreza. Veo a alguien vanidoso, orgulloso, soberbio y me alejo con pesar.

Me cuestan las personas que sólo hablan de sus éxitos. Que viven llenos de logros y se alaban a sí mismos por sus obras. Me pesan los que buscan su gloria y hablan de todo lo que hacen y tienen. Como si en su riqueza y poder fueran más felices.

Admiro al humilde, al que actúa sin pretensiones. Al que no quiere sobresalir ni llamar la atención en exceso.

Sueño con ser humilde. Pero me cuesta tanto no caer en el orgullo y la vanidad. Decía santa Teresita del Niño Jesús:

“Debo hacerme pequeña, no temer humillarme manifestando mis luchas y mis derrotas. Al ver que tengo las mismas debilidades que ellas, mis hermanitas me manifiestan a su vez las faltas que se reprochan, y se alegran de que yo las comprenda por experiencia. Con otras, por el contrario, he visto que, para serles de algún provecho, hay que ser muy firme y jamás retractarse de lo dicho. En esos casos, rebajarse no sería humildad sino debilidad”.

¿Una persona humilde es débil? ¿Una persona fuerte puede ser humilde? ¿Mis éxitos pueden hacerme perder la humildad? ¿Siempre el poderoso es orgulloso y el exitoso vanidoso? No lo sé. Uno puede caer en el orgullo con muy poco. Y puede ser humilde teniéndolo todo.



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La humildad me regala libertad interior No está reñida la fortaleza con la humildad. El deseo de ser humilde crece en mi corazón. Y me ayuda mostrarme ante los demás en mi debilidad.

No sólo acepto mis debilidades. Al mismo deja de preocuparme que los demás las conozcan. Y me traten de acuerdo con ellas. Esa es la verdadera humildad.

Asumo que no podré hacer todo lo que me proponga. No soy tan bueno. Cometo errores. Me confundo. Peco por exceso. Hiero sin darme cuenta. Caigo en debilidades manifiestas.

Me cuesta reconocer que estoy hecho de barro. Que mi carne está herida. Oculto lo que afea mi imagen. Para que nadie piense mal de mí. Para que no pierda peso mi valor ante ellos.

¡Cuánto me importa cuidar mi imagen! Miro bien lo que saben de mí. Publico sólo el rostro amable de mi vida. No dejo que vean mis pecados, mis heridas. No tienen derecho a saber cómo soy.

Eso es cierto. Me desnudo en mi verdad sólo ante quien yo quiero. Pero eso no quita que tenga que vivir en tensión defendiendo mi imagen. Protegiendo mi dignidad. Para que me valoren y aplaudan. Para que reconozcan lo bien que hago las cosas.

Quiero ser humilde en mi verdad. La humildad y la verdad van de la mano. Humilde para darme a los demás sin pretender ser más de lo que soy. Sin necesidad de ocultar lo que todos ven con facilidad.



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Valgo ante Dios. Su mirada es la que me salva. Su mirada que se fija en la verdad que no cambia. Nada de lo que soy cambia. Cometeré errores, haré las cosas bien. Seguiré siendo el mismo. No mejor que nadie.

Estoy orgulloso del amor que Dios me tiene. No me importa hacer las cosas perfectas. El error no disminuye en nada mi valía. Se me olvida y me afano en hacerlo todo bien, perfecto. Para poder estar orgulloso de mí mismo.

La humildad me recuerda que pertenezco a la tierra. Estoy hecho de barro. Es mi miseria. Nada de lo que dicen de mí me tiene que afectar en exceso.

Es verdad que me alegran los halagos. Y me entristecen las críticas. Pero me hace bien la humillación. Cuando soy humillado sin desearlo crezco en humildad. No me creo especial.

Reconocer mi pecado en mi corazón me hace humilde. No me salvo solo. Es Jesús el que me salva y sostiene mi vida. No quiero quedar por encima de nadie.

¡Cuánto mal me hace vivir comparándome con los que tengo cerca! Admiro sus virtudes y me veo tan pequeño en comparación… Pienso que no valgo. Miro en menos mi vida. Y no aprecio el valor de todo lo que tengo, de todo lo que Dios ha sembrado en mi alma.

Quisiera aprender a mirarme como me mira Dios. Y aprender a mirar a los demás como Dios los mira. ¡Qué difícil! Estoy tan lejos de mirar desde mi tierra a los demás. Apreciando su belleza. Alegrándome con sus éxitos. Sin pensar que sus logros hacen que mi vida valga menos. No es así.

Mi humildad crece al reconocer mi verdad. Al mirarme en mi pobreza. Al alegrarme en mis derrotas y saber que Dios saca vida de la muerte. Y logra que dé flores en medio de mi barro.

Deseo esta humildad que va unida al amor. Dios ama mi humildad. Yo amo desde mi pequeñez. Decía el padre José Kentenich:

Si separamos muy fuertemente la humildad del amor, ésta se convierte en inferioridad. En esa ocasión explicamos detalladamente que la humildad es la virtud moral que más difícilmente puede darse sin amor. La humildad que no conduce al amor está enferma y enferma a la gente”.

La humildad unida al amor me acerca a María. Ella fue humilde y sencilla. Ella vivió como niña unida a Dios en el amor. Se sabía amada en su pequeñez y esa actitud de niña salvaba su vida.

Así quiero mirar yo mi corazón. Con humildad. Sabiéndome amado por Dios en mi pobreza.


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