Siendo sinceros con nosotros mismos, nadie quiere ser engañado. Queremos un amor que nos ame siempre y que sea fiel
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“Grábame como un sello sobre tu corazón, un sello sobre tu brazo, porque el Amor es fuerte como la muerte, implacable como el abismo es la pasión. Sus flechas son flechas de fuego, sus llamas, llamas del Señor” (Cantar de los Cantares 8, 6).
Eso de que el amor es fuerte como la muerte ha perdido valor hoy. La fidelidad es un término cuestionado en un mundo en el que muchas de nuestras relaciones se plantean como abiertas y reacias al compromiso.
Pero siendo sinceros con nosotros mismos, nadie quiere ser engañado. Queremos un amor que nos ame siempre y que sea fiel. Ese es el amor de Dios, un amor fuerte como la muerte. También lo puede ser el amor humano, un amor que es capaz de ser fiel siguiendo el ejemplo del Amor que ha sido fiel siempre y es fiel hoy.
Un ejemplo hermoso de este amor en el Evangelio son las mujeres que buscan a Jesús en el sepulcro aun sabiendo que su Amor estaba muerto.
El amor las hace fuertes y, como la amada de la “Noche Oscura” y del “Cantar de los Cantares”, “sin otra luz y guía, que la que en el corazón ardía”, están junto a Él en la Cruz y, venciendo todo temor y lógica, van al sepulcro. El amor a veces no tiene razones en la cabeza, pero tiene razones en el corazón. Entonces, por lógica, alguien frío diría: “se murió, basta; vamos a pescar, continuemos con nuestras labores, volvamos a nuestro pueblo”.
Pero las que habían amado a Jesús no se contentaron con eso. Y “por una corazonada” van al sepulcro, van a buscar a Jesús. El amor es lo único que las hace fuertes.
Pienso que los fuertes no existen, existe en cambio la fortaleza del amor, y esta -lo creo así- es la fortaleza más propia de la mujer. Por eso la mujer es capaz de pelear por sus hijos, porque cuando ama se hace fuerte por el que quiere.
Y venciendo todo temor, las mujeres son las que se quedan al lado de la Cruz cuando los demás huyen. Son las que van al sepulcro cuando los demás se desalientan. ¿Por qué? Porque lo buscan a Él, no soportan no estar con Él.
Ellas nos enseñan a estar siempre con Jesús, a no alejarnos de su mirada, pues en nuestra vida espiritual el peor error es dejar de mirar a Jesús cuando le fallamos.
Dejar de mirar a Jesús es más peligroso que pecar, pues el pecado se va, pero el que se aleja de esa mirada, está perdido.
Por eso aunque dudemos de la fidelidad y de la presencia de Jesús, la Resurrección nos enseña que su presencia ya no se puede contener aquí, precisamente, porque nos ama. La forma de estar de Jesús resucitado es que no está en ningún lado porque está en todos. Está aquí.
El sepulcro es la otra cara de la plenitud. No es la nada, es “lo tan pleno” que no lo puede contenerse en un solo lugar. Es tan pleno que no entra en lo parcial.
Por eso podemos comprender por qué la Iglesia dice que en la Pascua hubo un solo lugar donde la fe se mantuvo encendida como la lamparita del Sagrario. Se apagaron todas las luces pero quedó encendida una humilde llamita en el corazón de María porque fue la única que mantuvo la fe frente a la oscuridad total. Ella había escuchado y comprobado “que no hay nada imposible para Dios” y que el Amor, que está vivo en su corazón, es fiel hasta la muerte.