En mi camino y en el de otros con su libertad, ¿dónde está la luz?
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Desea mi corazón conocer los caminos de Dios. Quiero vivir su salvación aquí en la tierra y al final del camino.
Lo que mi corazón desea es que Dios me bendiga y haga que mi vida tenga un final feliz:
“El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros; conozca, la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación”.
Cuando contemplo el transcurso de una historia, de una película, pretendo ser yo Dios y me invento el mejor final, el desenlace ideal de cada personaje.
No me quedo satisfecho con el final que me sugieren. Me quiero meter en la piel de cada protagonista para tejer mi propio guión, mi final logrado.
Deseo que amen y no odien. Que den la vida y no la quiten. Que venza el bien y el mal sea más débil. Que el asesino pague su deuda. Y el pobre logre lo que tanto desea.
Me gustan los finales felices, no los trágicos. Prefiero los héroes a los villanos. Amo a los personajes nobles, honestos, fieles a sí mismos hasta el final. Apoyo sus decisiones incomprendidas por el mundo cuando las toman siendo fieles a su verdad.
Detesto al personaje en el que el mal acaba venciendo el bien que hay en su alma. Me entristezco al pensar que ha arruinado su vida.
Veo también que no hay personajes totalmente malos. Ni personajes totalmente buenos. Es como en la vida real.
En cada uno hay un montón de incongruencias y caídas. Un número desproporcionado de errores y debilidades.
Pero después de las caídas muchos se reinventan y vuelven a luchar por lo que creen sin perder la esperanza.
Me gustan los personajes valientes, fieles y verdaderos. No me gustan los que llevan la oscuridad en el alma. Y lo miran todo bajo sospecha.
Las historias con finales logrados me conmueven. Otras veces quisiera cambiar algunas decisiones para que suceda algo distinto. Pretendo ser Dios interviniendo en las vidas que creo.
Lo hago en la ficción cuando sólo miro. Pero también lo intento hacer con la vida real de los hombres que conozco. Pretendo hacerles ver cuál sería el final feliz si hicieran tal o cual cosa.
Quiero jugar a ser Dios y les muestro caminos posibles. Como un juego. Temo usar mal el poder que me da su confianza. Y abusar.
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Y pretender jugar a ser Dios con ellos. Queriendo ser sabio sin serlo. Me dejo llevar por esa falsa imagen grabada en mi alma.
En ella vence el que es más feliz, el que tiene más poder, el que logra más cosas. Y fracasa el que no lo logra. Valoro más el desenlace logrado. La vida plena. Pero no entiendo muy bien cómo funciona la vida.
Quisiera tomar las decisiones correctas continuamente. O que las personas a las que amo las tomaran. Y las protejo de mil formas jugando a ser Dios. No los dejo actuar con libertad. Me asustan sus fracasos, sus errores.
Decía el papa Francisco en Amoris Laetitia:
“Cada mañana, al levantarse, se vuelve a tomar ante Dios esta decisión de fidelidad, pase lo que pase a lo largo de la jornada. Y cada uno, cuando va a dormir, espera levantarse para continuar esta aventura, confiando en la ayuda del Señor”.
Lo dice en relación con la fidelidad matrimonial. Pero lo mismo se puede aplicar a cualquier otro camino.
Me levanto tomando la misma decisión de fidelidad. Y me acuesto dispuesto a levantarme al día siguiente en el mismo camino.
No será sencillo tantas veces. Porque duele le infidelidad y la debilidad del alma. El corazón valiente se vuelve cobarde. Y el corazón herido se tiñe de malos sentimientos.
No es fácil perdonar cuando me han herido. Es tan difícil olvidar y pasar página… Cuesta volver a amar cuando el amor parece haberse ido. Y la fidelidad se convierte en un yugo pesado e imposible.
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Me equivoco en algún punto de mi historia. Elijo a la persona equivocada. Tomo la decisión incorrecta. Y aflora en mi alma el rencor, el odio, la pasión, la envidia. Decía el padre José Kentenich:
“El demonio impulsa a los hombres a estar descontentos con su propio modo de ser: todos los otros modos de ser son valiosos y bendecidos por Dios. Sólo el mío no lo es. ¡Qué tardo soy, cuánto me cuesta pensar!”[1].
Me pongo triste. Y sufro. Una duda inmensa que me turba. O me siento solo y no sé qué camino seguir… Hay tantos posibles.
Tengo dudas y miedos. No veo la belleza de mi camino. Y otros me parecen mejores. ¿Cuál será el desenlace feliz, el final logrado para mi vida? ¿Dónde estará esa vida plena que anhelo y pretendo?
Sólo le pido a Dios que me muestre el camino. Que me regale su misericordia. Que sea mi luz que ilumine mis pasos:
“La ciudad no necesita sol ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero”.
Quiero la luz de Dios que me muestre el camino a seguir. Elijo el amor. Elijo la misericordia. Un reino en el que la misericordia se imponga.
Me parece imposible porque el corazón a menudo clama venganza, justicia y vive con rencor. Y entonces la misericordia parece demasiado blanda. Pero así es el amor de Dios.
Le pido que tenga misericordia de mí a causa de mis pecados. Se lo pido doblegado y humillado. Y espero que sea misericordioso, no demasiado justo.
Pero luego yo exijo justicia. Quiero que los malos paguen por su mal. Y los que matan sean juzgados. Y los que llevan el odio en su alma reciban odio como pago. Y me olvido de la misericordia recibida.
Busco que los personajes de mi obra de ficción hagan lo que tienen que hacer. Pero yo no lo hago. Elijan lo correcto y no se dejen llevar por sus pasiones. A mí me cuesta tanto hacerlo…
Pretendo ver el final con una clarividencia que no poseo. No soy sabio. Sólo soy hombre. No sé el final de cada hombre. No sé cuál es la historia lograda. Ni siquiera cuando miro hacia atrás en el momento de la muerte.
No sé si una vida ha sido más plena que otras vidas. No lo sé. Tal vez no hay final feliz para cada vida. Y eso es lo que desea mi alma. Un final de paz. Un final en el que venza el amor. No siempre es posible.
Hoy miro mi vida, la de tantos. Veo decisiones correctas y erradas. A veces el miedo impidió el paso correcto. Otras veces el amor cegó la razón, anuló el deber.
No siempre la fidelidad parece fácil. Decisiones duras en medio del camino. Para ser fiel a mí mismo, a Dios en mi vida. A su luz que ilumina mis pasos.
¿Es correcto todo lo que decido? No lo sé. Sigo sus pasos por caminos inciertos. Busco encontrar la luz que todo lo haga claro.
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[1] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal