Jesús pide (y da) el máximo
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Jesús me pide que ame como Él me ha amado:
“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como Yo os he amado, amaos también entre vosotros”.
Ese mandamiento de Jesús siempre me descoloca. Yo estoy más acostumbrado a mandamientos concretos que prohíben y piden. No hagas esto. Haz mejor esto otro. No traspases la línea que marca lo que es correcto.
Haz lo que todos esperan que hagas. No seas violento. Sé pacífico. No hagas lo que no te gusta que te hagan. Haz lo que es un bien en sí mismo.
Prefiero las normas precisas que marcan el camino a seguir. Un sí o un no. Algo fácil de saber. Sin ambigüedades. Así logro saber cuál es el camino recto y dónde hay curvas.
Entiendo lo que Dios me pide porque otros me lo definen. Sé bien lo que corresponde porque otros me lo mandan o prohíben. Y así me hago dependiente de que alguien me diga lo que está bien y lo que está mal.
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Necesito un juez a mi lado continuamente. Alguien que determine si voy por el camino correcto o me estoy saliendo del redil. Tal vez soy infantil en mi forma de enfrentar la vida. No sé interpretar las voces de Dios y saber lo que me pide Él.
San Ignacio de Loyola tuvo también esa lucha en la búsqueda de su camino:
“Socórreme, Señor. Dime qué tengo que hacer. Sea lo que sea, lo haré. Si me mandas correr detrás de un perrillo, iré. ¡Pero háblame!”[1].
Y poco a poco fue descifrando dónde Jesús le pedía el máximo amor.
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¿Cómo puedo cumplir ese mandamiento de Jesús que me rompe por dentro? No es concreto. No está limitado a ciertos parámetros claros y establecidos. Es demasiado amplio. No tiene un manual.
No logro saber si hago lo correcto. Me cuesta amar como Jesús ama. Miro su camino a la cruz. Su amor hasta el extremo.
Tanto había deseado cenar con los suyos esa noche. Pero luego veo la traición. La prisión. El juicio injusto. El abandono de los suyos a los que tanto había amado. Por miedo.
Jesús lo sabía esa última noche que vivió solo en la cárcel de la casa de Caifás. En la oscuridad de esa cisterna perdonó las negaciones de Pedro, la ausencia de los suyos.
Más aún, Jesús quería salvarlos. Que nadie les hiciera daño. Porque su amor era hasta el extremo. Y el extremo pasa por la obediencia, por dejarse hacer, por dejarse llevar por esos escalones que tantas veces caminó con sus discípulos libremente.
Pero ahora el amor extremo exigía dejar de hacer para ser llevado. Otros decidían por Él. Y lo hacían injustamente. Lo juzgaban sin pruebas. Lo condenaban por odio.
Y Él respondía con silencios en esa noche de dolor. De oscuridad. De latigazos. De corona de espina y burlas. Su rey juzgado injustamente. La soledad de una noche. El misterio de ese amor hasta el extremo. ¿Dónde quedan las normas precisas?
¿Está bien dejarse matar injustamente? ¿El amor exige que me lleven donde no quiero ir? ¿Tengo que renunciar por amor hasta el extremo? ¿No puedo decir basta y gritar que no es justo, que no es lo correcto?
Veo ese amor crucificado, ese camino eterno hasta el calvario. Por calles llenas de colores, ruidos, olores. Donde no veo acogida de un amor inmenso. Veo solo indiferencia, odio, miradas que no miran, oídos que no oyen. Y el amor más grande pasa ensangrentado ante sus ojos. No lo ven.
¿Tengo que amar como Jesús me ama? Imposible. Esa desproporción yo no la sé vivir. Yo estoy acostumbrado a responder con abrazos al abrazo. Con sonrisas a la sonrisa. Con palabras suaves al que no me grita.
Pero reacciono con violencia ante la injusticia, grito cuando me gritan. Odio cuando me odian. ¿Cómo podré amar como Jesús me ama? Su mandamiento me desconcierta, me parece imposible. San Basilio magno dice en su regla:
“Habiendo recibido el mandato de Dios, tenemos depositada en nosotros, desde nuestro origen, una fuerza que nos capacita para amar. En efecto, un impulso natural nos inclina a lo bueno y a lo bello, aunque no todos coinciden siempre en lo que es bello y bueno; y, aunque nadie nos lo ha enseñado, amamos a todos los que de algún modo están vinculados muy de cerca a nosotros, y rodeamos de benevolencia, por inclinación espontánea, a aquellos que nos complacen y nos hacen el bien”.
Es cierto. Llevo en mi corazón la tendencia a amar al que me ama. Pero no tengo la capacidad de amar al que no me ama. Ese don es el que Dios me tiene que dar.
Y menos aún tengo la capacidad de amar con el amor de Jesús. Ese amor extremo que no mide las consecuencias de su entrega radical. No mide. No calcula. No lleva cuentas. Me desconcierta.
Quiero acoger hoy en mi corazón lo que Jesús me manda. Su deseo de que ame a su manera, en sus términos, sin tanta claridad ni precisión.
La ambigüedad se convierte en un horizonte que se abre al infinito. Me desconcierta y me llena de esperanza al mismo tiempo. Es el amor que quiero recibir. Es el amor que quiero dar al que encuentro en mi camino. Un amor eterno que me lleva al cielo.
[1] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo