Ser uno más sin reconocimientos especiales, sin privilegios, te acerca a la humildad, a la verdadJesús se hace hombre para manifestarle al hombre que nada está perdido. Dios renuncia a su poder de Dios para hacerse impotente. No quiere ser el centro, ni el primero. Se hace pasar por uno de tantos oculto entre los hombres, para confundir a los poderosos.
Ese Jesús sencillo y pobre esperó su turno en la cola como un hombre cualquiera: “En un bautismo general, Jesús también se bautizó”.
Se humilla el Mesías. Se hace uno de tantos pasando desapercibido en la muchedumbre. Porque así es Dios: “Está claro que Dios no hace distinciones; anunciando la paz que traería Jesucristo, el Señor de todos”.
Dios no distingue a los sabios de los ignorantes, a los pobres de los poderosos. No trata a cada uno de acuerdo con su posición y poder en la tierra. Mira el corazón de cada hombre y ama a todos por igual.
Tampoco quiere que yo haga distinciones. No quiere que desee los primeros puestos. Y no desea que trate a cada uno de forma diferente. Esa actitud mía le enferma.
Jesús espera la cola como tantos para que yo aprenda a esperar sin imponer mis derechos. ¡Cuánto me cuesta esperar una cola pasando por uno de tantos!
Sueño con encontrar a alguien que me cuele. No me gusta perder el tiempo de forma innecesaria. Quizás no entiendo que el tiempo simplemente pasa, nunca se pierde. Se acumula en la eternidad.
Y cada día en la tierra es un día menos de camino y un día más cerca del cielo. Un día menos de dolor y esperanza y un día más de eternidad en posesión de todo lo que deseo.
Me preocupo tanto por lo no importante… Pienso que ser uno más entre los hombres parece sencillo, pero luego no me dejo igualar por otros. No me alegra ser uno más entre la muchedumbre.
No deseo ser uno más oculto entre muchos, invisible. Quiero mi espacio, mi lugar, mi reconocimiento.
Jesús se abaja a mi carne caída para que yo me levante. Quiere que deje de compadecerme por la mala suerte. Quiere que no me crea alguien especial distinguiéndome del resto.
Quiere que mi poder no me aleje de los débiles. Y mi riqueza no me haga sentir superior a nadie. Caigo tantas veces en vanas pretensiones… Me comparo con los que más tienen.
Quiero tener un corazón de niño para vivir así con más libertad interior. Sin desear lo que no tengo. Sin pretender lo que no es mío.
Decía el padre José Kentenich: “Si en verdad quieren tener una sana humildad –y hoy en día debemos tener una humildad sana, no una humildad encorvada–, deberán esforzarse seriamente por la magnanimidad”[1].
La sana humildad va unida a mi verdad. Comenta santa Teresa de Jesús: “Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad; que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira”.
La humildad siempre unida al amor a mí mismo y a los hombres. Hablo de esa humildad que me lleva a mirar con alegría a los demás desde mi pobreza. Sin compararme con ellos. Sin sentirme humillado. Sin creerme especial.
¡Qué largo camino me queda por delante! Estoy lejos de esa humildad que sueño. Lejos de la vida que deseo.
No soy humilde. No soy paciente. No soy sencillo. Quiero los primeros puestos. Y anhelo los privilegios de los hombres. Eso no me hace bien.
[1] J. Kentenich, Niños ante Dios, 328