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El secreto de las pantallas que seduce a todos

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 13/07/18
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Aprende a utilizarlas para que no te esclavicenTienen algo las pantallas que atrapan. Las pantallas de los móviles, de los ordenadores, de las Tablets. Me sacan de mi mundo real y me llevan fuera, muy lejos, a otro lugar.

Con frecuencia son una ayuda que me pone en contacto con mucha gente. No quiero descalificarlas. Como leía el otro día, son sólo herramientas:

“Este mundo de la información nos ofrece herramientas. Y las herramientas en sí no son ni un problema ni una bendición, sino una oportunidad. Lo que tenemos que hacer es aprender a utilizarlas, y también detectar las dinámicas tramposas en las que nos pueden sumir[1].

Creo que las pantallas ejercen sobre mí un poder seductor. Me encanta su luz, su movimiento. Me abren a un espacio que parece infinito. Un bosque del que sólo percibo los primeros árboles.

Vuelo al futuro, regreso al pasado. Y como soy curioso me adentro buscando. Y súbitamente me encuentro fuera de la realidad que toco.

Dejo de escuchar preguntas, de mirar a los ojos, de caminar mirando a la gente. Y la pantalla me atrae y seduce con una fuerza irresistible.

Las pantallas tienen una luz especial. Parece en ellas todo mágico. Puedo decir lo que pienso sin tanto miedo al rechazo. Y puedo ocultar lo que pienso sin miedo a ser descubierto.

Tienen algo las pantallas que me sacan de mi tristeza y melancolía. En los juegos me siento poderoso. Y en las comunicaciones me veo más exitoso que en la vida real. De lejos tal vez parezco tener mejor aspecto.

La pantalla me cautiva y me dejo llevar por su invitación constante a cambiarme de lugar. Desaparezco de la vista de los presentes. Me ausento siendo aún visible. No logro desaparecer del todo. Son más bien los demás los que desaparecen.

Tienen las pantallas algo mágico. Me hacen pensar que tengo poderes especiales. Y me hacen creer que tengo más amplitud de mente para hacer varias cosas a la vez sin dispersarme. Vana ilusión.

Tienen las pantallas un toque casi divino. Traigo a mi mundo al que está lejos. Y alejo de mi cercanía al que está cerca.

Digo lo que quiero impunemente. Nadie me puede hacer daño si decido apagar la pantalla. Es la puerta de entrada y de salida.

Tienen las pantallas el poder de cambiar mi ánimo. Una noticia buena o mala. Un mensaje que me hace daño o me alegra.

He descubierto de golpe que soy un niño en edad de aprender a comunicarme. Antes sabía, sí, eso creía yo, antes de las pantallas.

Pero luego, cuando aparecieron, desaprendí lo aprendido. Olvidé lo recordado. Ya no recuerdo un solo número de teléfono. Me he vuelto más perezoso.

Y creo que Google es ese Dios que lo sabe todo. Y yo, solo por un momento, también necesito saberlo.

Intento cuidar más a los que tengo cerca. Pero se interponen entre ellos y yo una pantalla mágica. No logro verlos como antes. Porque tienen prioridad los mil avisos que me dicen que alguien, lejano o cercano, me pide algo.

Y yo, no sé si por curiosidad, por generosidad o por un afán no reconocido de ser necesario, voy raudo a dar respuesta. Porque es inmediato lo que el otro espera.

Porque para eso fue inventada esta pantalla invasiva que altera mis conductas, mis hábitos y mis tiempos.

Tengo que aprender ahora, como los niños, a comunicarme de verdad. Más que con palabras con los gestos, con el corazón.

Lo he olvidado y los emoticonos que envío no pueden reemplazar mis abrazos de antes o mis besos.

Mis palabras entrecortadas que se deslizan por la pantalla no logran llenar los vacíos que antes llenaban de vida mis conversaciones profundas, tal vez más verdaderas. Seguro que más humanas.

Quiero tocar la pantalla. Como un niño que descubre en su brillo, en su magia, algo nuevo. Pero decido al mismo tiempo que tengo que aprender a utilizarla. Para no ser un esclavo atado con cadenas. Con un peso en los pies que no me deja moverme.

Quiero luchar por ahondar en los vínculos que tengo. Quiero vivir en presente y no dejar pasar el tiempo. Quiero ser yo mismo para los demás y no esconderme detrás de mil caretas.

Respondo desde el alma y no quiero sólo dar rápidas respuestas. Es lo que quiero. Es lo que sueño ante estas mágicas pantallas que atrapan mi mirada.

 

[1] José María Rodríguez Olaizola, Bailar con la soledad

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