“¡No me da la vida!” ¿Cuántas veces a la semana lo piensas?La falta de tiempo aparece como uno de los temas de mayor interés en seminarios de formación empresarial y es una de las quejas constantes en la vida cotidiana de las personas: ¡No tengo tiempo! ¡No me da la vida!
Muchas personas que trabajan excesivas horas buscan afanosamente métodos para resolver todos sus asuntos en el menor tiempo posible.
La excesiva racionalización y planificación del tiempo cronológico, comprendido desde una mirada técnica, nos ha llevado a acelerar todos los aspectos de nuestra vida, olvidando que hay cosas que no pueden acelerarse sin perder su calidad.
Un ejemplo de ello es la gratificación que siente una persona porque de modo electrónico puede llegar a miles de personas con una tarjeta de saludos o una carta estandarizada. Pero nunca será igual a algo escrito en forma personal dedicado en forma única.
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Aunque tengamos la ilusión de que personalizamos algo porque le ponemos el nombre, si es masivo, todos sabemos que es genérico y pierde valor por esa misma razón. Llegamos a más gente en menos tiempo, pero ¿cómo llegamos?
Nunca se alcanza el mismo nivel de relación humana ni de profundidad si se aceleran los modos de comunicación. Si queremos llegar de verdad al otro, necesitamos tiempo.
La paradoja del progreso técnico y la falta de tiempo
Hace mucho tiempo que en los hogares contamos con un sinfín de aparatos que nos han resuelto muchos trabajos en menos tiempo.
Desde el microondas, el lavavajillas, la lavadora, hasta la rapidez con la que resolvemos asuntos a través del teléfono y sus aplicaciones.
Los productos que consumimos ya vienen preparados para su consumo. ¡Hasta la fruta viene pelada y la verdura limpia!
Todo esto nos debería hacer pensar que tenemos mucho más tiempo que nuestros abuelos para hacer cosas “más importantes”. Sin embargo parece suceder todo lo contrario, nadie tiene tiempo para nada. ¿Por qué esta paradoja?
¿Qué es lo que ha sucedido entonces para que vivamos corriendo?
Lo que sucede, aunque parezca extraño, es que la aceleración y el ahorro de tiempo no nos resuelven el problema de la “falta de tiempo”, sino que por el contrario, son la causa principal. Buscando optimizar la tecnología para aumentar la productividad, automáticamente trasladamos esa mirada “productiva” sobre las personas. Pero no funciona.
El ser humano no es una maquinita que hay que perfeccionarla para acelerarla indefinidamente y así volverla más productiva.
Los seres humanos tenemos necesidades afectivas, sociales y ritmos muy propios que no funcionan en modo acelerado. Simplemente no se puede.
La competencia, la exigencia del rendimiento y la productividad, se imponen como valores absolutos en todos los órdenes de la vida y eso lleva al cansancio generalizado y la pérdida de la calidad de vida.
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Se ha transformado en un valor que las cosas se hagan cada vez más rápido. Y después nos venden “Seminarios para aprender a gestionar el tiempo”.
Como si no se pudiera cuestionar esa mentalidad productiva, se acepta que el problema es la persona que no sabe administrar su tiempo, cuando en realidad el problema es la mentalidad dominante que hace que no pueda disfrutar de la vida.
¿No tenemos tiempo?
La presión de la “falta de tiempo” genera una gran ansiedad por la manera en que se vive. Pero en realidad el tiempo no falta, porque vivimos en el tiempo. Lo que falta es “tiempo para”, o sea, falta tiempo para hacer una interminable lista de “asuntos pendientes” que cargamos sobre nuestra mente.
Tiempo siempre hay, disponemos de él a lo largo de toda nuestra vida. Nos parece un bien escaso cuando lo sometemos a una visión reduccionista y económica, cuando lo usamos con fines productivos, pero en realidad el tiempo no es un bien escaso como pueden ser otros bienes necesarios para vivir.
El problema es la libertad de elección y el sinnúmero de posibilidades que se vuelven un problema cuando queremos hacer demasiadas cosas o más bien más de lo que es realmente posible.
Se nos ofrecen tantas opciones que no daría una vida entera para cumplir con todo, por eso hay que elegir, hay que tomar una decisión, que implica siempre renunciar a algo, porque no se puede hacer todo.
Un aprendizaje necesario
Cada vez más personas se sienten pérdidas, desorientadas, desconectadas de su interior, corriendo sin saber hacia dónde.
No dejan de correr, como si parar fuera un peligro o una pérdida de tiempo.
Muchos que se quejan de no tener tiempo para disfrutar la vida, cuando cuentan con espacios de tiempo “libre”, no saben qué hacer con él o lo “ocupan” con algo “más productivo”.
Muchos que desean la calma y la paz, cuando los invade la tranquilidad no la toleran.
Esto es así porque el arte de detenerse y vivir el presente intensamente es algo que hemos olvidado.
Se ha desaprendido la gratuidad pura, el estar por estar, el “no hacer nada”. Vemos como mucha gente que se va al campo o a la playa “a descansar”, no se despegan de sus teléfonos móviles o sus computadoras.
Lo que no se cultiva se atrofia y por ello es preciso volver a aprender el arte de detenerse, de contemplar, de adentrarse en el silencio, en uno mismo y redescubrir el sabor de las pequeñas cosas de la vida, la sabiduría de vivir en profundidad lo cotidiano.
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Esto no significa que haya que hacer todo más despacio, sino de hacer las cosas consciente y libremente, no perdiendo la perspectiva ni el sentido de lo que hacemos.
Si aprendemos a hacer las cosas conscientes de lo que estamos haciendo, con toda la atención en el momento presente, la prisa y la ansiedad desaparecen.
Aprovechar también los tiempos donde podemos desacelerarnos, es una oportunidad de aprendizaje y de crecimiento interior.
La falta de esperanza en el corazón de muchos es porque no saben esperar, solo desesperan. Los que saben que todo tiene su debido tiempo, saben esperar y no pierden la paz.
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