Jesuita Pep Buades: “La aporofobia nos mantiene en guardia ante el rechazo de quien percibimos hostil por su condición de pobre”
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Desde que Aporofobia o rechazo al pobre ha sido escogida la palabra del año, muchos son los que se preguntan cómo afecta este término a la realidad de la inmigración, que se relaciona con la pobreza.
En la mentalidad popular, extranjero es rico. El inmigrante, pobre. Esta dicotomía se ha aplicado de manera sutil al campo de la inmigración. Se lo hemos preguntado al teólogo y jesuita Pep Buades, con más de 25 años de misión en el campo de las migraciones. Destinado en Sevilla, trabaja en la Asociación Claver, del Servicio Jesuita a Migrantes. Licenciado en Derecho y en Teología, pertenece al Grupo dos orillas, que une a jesuitas que cuidan especialmente el contacto con el Islam.
Buades reconoce que “en buena parte de la sociedad, se denominaba extranjeras a personas a las que se suponía con bastante poder adquisitivo, que generaban negocio, que tenían ciudadanía de países más ricos y avanzados; mientras que se tildaba de inmigrantes a personas juzgadas más pobres, de las que valía la pena aprovechar la fuerza de trabajo sin reconocer como miembros de la misma sociedad con los mismos derechos y obligaciones, de las que se temía que alteraran el equilibrio socio-cultural”.
Buades explica que “entre quienes nos volcábamos en la acogida de inmigrantes, en la defensa de sus derechos y en la promoción de relaciones interculturales, las personas extranjeras caían fuera de nuestro ámbito de atención y preocupación, como quienes gozaban de un estatuto jurídico ventajoso y no eran objeto de rechazo social. De algún modo, reforzábamos una dinámica de clasificación, distinción y preterición que no era del todo sana”.
La distinción extranjero/inmigrante se fue complicando con el correr de los años. A mediados de los 90, empezó a instalarse población rusa que recorría toda la escala social: desde quien buscaba trabajo por debajo de su cualificación a empresarios rusos que invertían en bienes inmuebles e instalaban a sus familias en un lugar más tranquilo que en la convulsa Rusia de entonces.
La inmigración polaca, búlgara y, sobre todo, rumana, siendo eminentemente laboral, gozó del régimen comunitario desde la entrada de cada uno de aquellos países en la UE. Con el tiempo, también empezaron a percibirse los retos culturales y sociales de una inmigración residencial, sobre todo británica, que no había hecho el esfuerzo de aprender las lenguas locales, envejecida, a la que había que dar respuesta socio-sanitaria con atención lingüística especial.
La distinción extranjero/inmigrante no es la única manifestación de la aporofobia, tal cual fue definida por Adela Cortina. Durante años, la prensa ha prestado atención a las entradas irregulares por la Frontera Sur, obviando las entradas, muchísimo más numerosas, por Barajas y otros aeropuertos internacionales, o en autobús atravesando las fronteras pirenaicas.
El uso y abuso de términos como avalancha, asalto, invasión se referían a una inmigración africana que, realmente, era reducida en número y que, por regla general, tiene España como país de tránsito. Lo mismo sucede cuando la prensa centra su atención en las mafias. Todos estos usos lingüísticos tornean una imagen social de la persona inmigrada como africana, pobre, batalladora, dispuesta a todo, instrumento en manos de poderosas mafias, potencial yihadista.
La xenofobia no ha cuajado en España
“Con la perspectiva de más de 25 años, podemos felicitarnos de que la xenofobia no haya cuajado en la sociedad española. Incluso, en los años más duros de la crisis, cuando creció la emigración entre jóvenes españoles, no se multiplicaron los episodios violentos frente a la población inmigrada”, asevera este experto en el campo migratorio.
Eso sí, se ha podido percibir “un sutil uso del criterio de preferencia nacional” a la hora de dar trabajo: algo tácito, nunca legitimado mediante discurso, alerta.
Buades se muestra optimista: “Un término como aporofobia ayuda a mantenernos en guardia frente a la tentación de rechazar a quien percibimos como distinto, inferior y potencialmente hostil por su condición de más pobre”.