Hay ofensas que merecen ser perdonadas pero, para la mayoría, con una simple disculpa basta.
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Sin duda de los actos más difíciles a los que nos podemos enfrentar son los de perdonar y disculpar, acciones que parecen lo mismo pero que no lo son. Tienen un común denominador: exigen muchísima humildad, amor y voluntad para llevarlas a cabo. La diferencia se encuentra en la persona pues se disculpa al inocente mientras que al culpable se le perdona.
Era el cumpleaños de Mónica, una querida amiga de mi corazón que si no la felicitas en fechas importantes te deja de hablar durante 3 meses. Es sentida, sentida, sentida…
Conociendo mi memoria apunté esa fecha tanto en mi agenda personal como en mi celular para que no se me fuera a pasar. Honestamente hay veces que no sé ni el día en que vivo,si es lunes o miércoles. Llegó el gran día y desde temprano la alarma de mi celular me avisó que debía llamarle. Como buena mujer llena de actividades, pensé en buscar más tarde un rato para llamarla. Pues ese rato llegó 3 días después… ¡Ya se imaginarán cómo se sentía!
En este caso lo que procedió fue ofrecerle una disculpa. Le solicité que me disculpara porque, de verdad, fue un descuido involuntario a causa de mi exceso de trabajo, de mi falta de atención a lo importante y de mi mala memoria. Esto implica que no la felicité por quererle hacer un daño.
Mónica -quien ya me conoce- comprendió que lo que hice fue de verdad involuntario por lo que me disculpó y me exoneró de toda culpa. Lo que hizo fue un acto de justicia hacia mí al reconocer que no era culpable.
El perdón es un asunto aún más complejo. Trasciende la estricta justicia porque muchas veces el culpable no merece el perdón y si se le perdona, más que justicia éste se convierte en un maravilloso acto de misericordia y amor.
¡Hay tantísimas cosas que perdonar! ¡Ofensas de todos los tamaños, colores y sabores!
Por ejemplo, si día se me ocurre andar de malas porque tuve un mal día y desquito mi mal humor con alguno de mis hijos. Si le ofendo, no basta con solicitarle disculpas, debo pedirle perdón por el daño cometido y del que fui culpable. Al perdonarme, lo que mi hijo me ofrece es un acto de profunda misericordia.
Cuando encontramos que el otro no tuvo la culpa hay una reacción espontánea de disculpa; no hay resistencia para otorgársela porque su “inculpabilidad” ahí está al descubierto. Pero cambia la cosa cuando sabemos que el ofensor es culpable porque, por lo pronto, por justicia queremos que pague por la falta cometida y asuma las consecuencias de lo que ha hecho y al perdonarle lo que hacemos va más allá de la estricta justicia; es un acto voluntario de caridad y misericordia.
Es importante ser reflexivos cuando alguien nos hace “algo” que sentimos como una ofensa culposa y ver las cosas en su justa medida. Así evitaremos un desgaste inútil. Hay ofensas que merecen ser perdonadas pero, estoy segura, para la mayoría, con una simple disculpa basta.