¡Cuántas conversaciones de padres se han convertido en muestra de los logros y triunfos de los hijos!
Cuando entramos al mundo de la crianza tenemos muchas expectativas y ganas de hacerlo bien. Sin embargo, hay algo que nos toma por sorpresa: en un abrir y cerrar de ojos nos vemos envueltos en un mundo de fiestas de cumpleaños, proyectos escolares, triunfos deportivos, diplomas y pare de contar. Entramos rápidamente al mundo de la competencia entre padres: una ola aterradora que nos va llevando por mares desconocidos y de la que probablemente no podamos salir.
No hay nada que nos haga sentir más inseguros que hablar con otros padres sobre la crianza de nuestros hijos. La mayoría de estas conversaciones se ha convertido en muestra de los logros, triunfos y ejemplos de cómo sus hijos son los mejores en todo. Muchas veces salimos de estas conversaciones dudando de nuestro valor como padres y sobre todo preguntándonos si efectivamente lo estamos haciendo bien. Pero peor que las conversaciones son las muestras de competencia: puede ser un cumpleaños que parece un evento corporativo, o un proyecto de reciclaje que estamos seguros el niño ni tocó, o pueden ser los gritos airados de aquel que está convencido que su hijo es efectivamente mejor jugador que Messi.
Todos sufrimos en este mundo de “competencia” y todos estamos envueltos en ella. La crianza de hoy en día está principalmente basada en aquellos triunfos o logros que podemos mostrar a los demás, y somos medidos como padres en este tipo de resultados. Y tanta es la competencia que también se ha vuelto tema la “anti-competencia”: nuestros hijos son los que peor se portan, o nosotros somos los que estamos más cansados, o los que la tenemos más difícil en la vida. El complejo de víctima también ha entrado en juego en este mundo competitivo.
¿Cómo rebelarse ante esta realidad? ¿Cómo aprender a no prestar atención y a saber responder a toda esta presión?
Principalmente hay que entender que nuestro foco debe estar dirigido a la educación de nuestros niños y no a nuestra apariencia ante los demás. Cuando un padre hace trampa en un torneo deportivo para que su hijo gane y se lleve el trofeo está centrando su atención en el triunfo y en cómo se ve ante los ojos de los demás, y a la vez está quitando la atención de las virtudes que puede aprender su hijo a través de la sana competencia y de aprender a ganar y a perder.
También existe la falsa creencia de que los logros de nuestros hijos reflejan nuestra aptitud como padres. El hecho de que nuestro hijo sea un miniMozart, un miniMessi o un miniEinstein lo único que refleja es que tuvo la suerte de ser talentoso. Y debemos saber también que de nada sirve este talento si no viene acompañado de virtudes que van más allá de sus aptitudes y les hacen ser personas buenas. Esas virtudes si que se aprenden en casa.
Finalmente es un tema de volver a la realidad y de poner los pies en la tierra: un cumpleaños de niños es sencillamente eso: un cumpleaños de niños. El momento en el que volvemos un cumpleaños, un proyecto escolar o cualquier otro evento en un tema de imagen y de una demostración de nuestro valor ante los demás, perdemos todos. Perdemos los padres porque perdemos de vista lo esencial y gastamos nuestro tiempo y atención en cosas que no valen la pena. Pero sobre todo pierden nuestros hijos, porque aprenden a ver la vida desde una perspectiva meramente competitiva en la que lo que más importa es cómo los ven los demás.
Es importante tener la valentía de salir de este mundo competitivo: atrevernos a mandar a nuestro hijo al colegio con un proyecto realizado sólo por él, aprender a reírnos de nuestros errores, compartir los logros con las personas que nos quieren, pero también atrevernos a compartir las luchas y, sobre todo, saber que lo que nos hace mejores padres es el amor por nuestros hijos y nuestra capacidad de buscar su bien, educándolos en lo que verdaderamente importa.