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¿Tienes una “familia sensatamente imperfecta”? Entonces, estás de suerte

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Sofía Gonzalo - publicado el 22/09/17
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El filósofo Gregorio Luri elogia a esos “padres normales” que pueden reconciliarse con sus imperfecciones

Solemos hacer balance de nuestro papel como padres al final de la vida. Cuando afrontamos el paso definitivo solemos ser benevolentes y pensar que no lo hicimos del todo mal. Pero… ¿por qué somos indulgentes con nosotros mismo únicamente en ese momento? ¿No podríamos ser capaces de pensar que podemos ser una “familia sensatamente imperfecta” y sentirnos orgullosos de ella?

El pedagogo y filósofo Gregorio Luri recuerda el momento preciso en el que hizo balance de su labor y descubrió que, pese a no ser modélico, era un buen padre. Cuenta que haciendo una paella en la cocina, escuchó como sus hijos (ya casados y con hijos) reían compulsivamente mientras repasaban los momentos menos memorables de su vida como padre. “Me volví hacia el sofrito feliz, porque de repente descubrí en sus risas algo de la mayor importancia: que todas aquellas cosas de las que no me sentía demasiado orgulloso, en lugar de haber dejado heridas en mis hijos les estaba proporcionando motivos para la ironía. Me pareció que esta era una magnífica prueba de lo que es un buen padre, es decir, un padre normal e imperfecto. A partir de aquel día comencé a reconciliarme con mis imperfecciones pasadas”.

Así lo relata en su libro “Elogio de las familias sensatamente imperfectas”, donde expone que en una familia, quererse es siempre más importante que comprenderse.

“El niño que crece sabiendo que puede ser querido a pesar de sus imperfecciones (no por ellas) aprende a ir limándolas para merecer el amor que recibe. Que quede claro que siempre le acompañará una imperfección u otra, pero es una muestra de amor hacia la persona que te ama mostrarle que estás dispuesto a mejorar para merecer su cariño”, explica.

Y, según Luri, es dentro de una familia normal donde visualizamos las diferentes versiones de nosotros mismos (las buenas y las malas); donde descubrimos que es más reconfortante seguir nuestras mejores versiones; y donde nacen los hábitos de autocontrol y libertad responsable.

Nos recuerda a su vez que nuestra “familia normal” es la principal institución de acogida y solidaridad natural que conoceremos en nuestra vida. “Su solidaridad es innegociable. Está preservada de la negociación y la táctica. Se mantiene firme como un elemento de inestabilidad cuando todo cambia y se altera”, añade.

Enumera Gregorio Luri en su libro una serie de derechos que tiene todo hijo que forma parte de “una familia normal y perfecta”. Entre ellos están:

  • Distraerse sí, pero no siempre de manera pasiva. Un niño que sólo se divierte consumiendo los productos que le ofrece una pantalla, ignora que está – al menos potencialmente – en condiciones de proponerse a sí mismo la realización de actividades divertidas. De moverse, curiosear, huronear, hacer ejercicio, imponerse metas, esforzarse por alcanzarlas, disfrutar del triunfo, etc.
  • Pensar. Si queremos ayudar a nuestros hijos a pensar, pongámonos a dialogar con ellos, porque nada estimula más el cerebro que una buena conversación. El diálogo que enseña a pensar es el que “atiende a razones”. Al dialogar atendemos a las razones ajenas; al pensar, atendemos a las propias. Las razones se sostienen en argumentos, mientras que las opiniones sólo se soportan en nuestro parecer.
  • Disfrutar del silencio. Si no sabemos convivir con el silencio, ¿cómo vamos a aprender a escucharnos a nosotros mismos? No es nada fácil aprender a quedarse solo con los propios pensamientos sin aburrirse del trato con uno mismo. Concentrarse exige cierto esfuerzo, pero el premio es un mayor conocimiento y dominio de nosotros mismo. El silencio, la capacidad para disfrutar del silencio es una actividad, no un quedarse quieto. Es la actividad que nos permite intimar con nosotros mismos.
  • Conocer los valores de su familia. Nuestros hijos saben muy bien cuándo estamos moralizando y cuándo estamos actuando de acuerdo con nuestras convicciones. Ven que, en el primer caso, nos subimos sobre nuestra propia estatura moral y les pontificamos lo que tienen y no tienen que hacer. En el segundo, comprueban que mostramos nuestra estatura moral exacta y les enseñamos lo que hacemos y lo que somos. Es ahora cuando somos creíbles. Educamos a nuestros hijos con el orden de nuestra casa, con el estado del fregadero o el cubo de la basura, con el cuidado que ponemos en hacer las camas cada día, con los rituales de la comida, etc. Umberto Eco decía que “somos los que nuestros padres nos enseñaron cuando no intentaban enseñarnos nada”. Educamos por impregnación.
  • Aceptar que no puede obtener siempre lo que desea. La vida también es imperfecta, como los padres.
  • Utilizar las palabras mágicas: “por favor”, “gracias”, “perdón” y “confío”. Son “la estructura básica de la cordialidad”. Son, además, palabras mágicas porque nos facilitan enormemente las relaciones sociales, por lo que es bastante estúpido dejarlas en desuso.
  • Navegar en alta mar. Los hijos son como los barcos y el lugar más seguro para ellos es el puerto, pero debemos insistir en que no están hechos para ello, sino para enfrentarse con garantías de éxito a los peligros del mar.

Debemos confiar en nuestros hijos a pesar de que somos mucho más conscientes que ellos de sus fragilidades y de los peligros potenciales a los que pueden enfrentarse, porque sin nuestra confianza no aprenderán a acabarse.

Concluye Gregorio Luri explicando que “las dificultades son muchas y nuestra sabiduría escasa, pero les confieso que cuando tienes a tu nieto en tus rodillas y miras hacia atrás, descubres satisfecho que toda tu vida familiar tiene sentido. Aceptaste un día que ser buen padre era enseñarles a tus hijos a prescindir de ti, y ahora descubres que han sido capaces de retornar el amor que han recibido y la satisfacción íntima que le produce a un padre imperfecto constatar esto, créanme, no tiene precio”.

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