El cura que sentía que lo hacía mal
Como todos los sacerdotes del mundo, no pasa un día sin que busquen al Padre Sergio para platicar y preguntarle qué hacer ante distintas situaciones: “Fíjese que mi suegra está en contra mía, me dan ganas de alejarme de ella y dejarle de hablar, ¿me recomienda que lo haga?; mi abuelo nos dejó una herencia a todos, pero unos no se la merecen, ¿conviene que haga justicia?; padre ya no aguanto a mi esposo, sus insultos, sus maltratos, me dan ganas de dejarlo, ¿cree que sea conveniente?; siento que todo me ha salido mal en la vida, todos mis esfuerzos han sido en vano, estoy cansada, ¿qué hago…?
En fin, son muchas preguntas cómo estas las que me hacen todos los días. Siempre trato de escuchar con el corazón y de iluminarles con algunas palabras de esperanza, invitándolos a hacer el bien, a que le pidan fuerza a Dios para seguir adelante y recordándoles que más vale padecer una injusticia que cometerla.
Pero lo que más hago es rezar por ellos, especialmente en la Eucaristía cuando tengo entre mis manos a mi Señor le digo: “Te encargo a tal persona y también a aquella, ayúdales para que tomen las mejores decisiones para gloria Tuya y beneficio de sus familias…”.
Pero el otro día llegaron a mí en una sola tarde infinidad de problemas y sentía que mis consejos eran muy pobres. Cuando llegué a la Misa era un mar de angustia, seguía pensando en cómo lo haría para orientarlos. Y justo después de la consagración tartamudeé en varias ocasiones, y me recriminé: “Lo estás diciendo mal”.
Y en ese momento alcancé a escuchar a mi dulce Jesús: “Así es, lo estás diciendo mal, tú no podrás ayudarlos, diles que me pregunten a Mí ‘qué haría Yo en su lugar’ y les indicaré el camino”.
Me había equivocado, no solo en el tartamudeo sino en la manera de querer auxiliar. Jesús tenía razón, ¿quién mejor que Él para decirnos qué hacer? Así que me propuse para la siguiente no preocuparme tanto y más bien alentarlos para que se acercaran a Dios y le pidieran consejo a Él mismo.
Esa misma noche antes de salir de la capilla se presentó un señor que quería hablar conmigo. Me contó que su papá fue muy cruel con él toda su vida; prácticamente había crecido entre insultos y golpes, además nunca quiso apoyarlo a él y a sus hermanos para ir a la escuela, sin contar que a su mamá sólo le sabía dar ordenes con gritos, así que en cuanto pudo se alejó de él y ya tenía más de 30 años que no lo veía; pero hacía una semana una tía le contó que lo están dializando, que estaba muy débil y que nadie de la familia le quería ayudar, y por fin me preguntó: “Padre, gracias a Dios tengo una familia, soy muy feliz, sé que mi esposa y mis hijos con gusto recibirán a mi papá, pero creo que no es justo que ahora yo le ayude después de todo lo que él nos hizo sufrir a mí, a mi mamá y a mis hermanos, ¿verdad que no estoy obligado a ayudarle?”.
Le di un abrazo: “Hijo, lamento todo lo que has sufrido y entiendo que no se te haga justo, te pido de favor que me acompañes, te voy a abrir la capilla del Santísimo y quiero que le preguntes a Nuestro Señor ‘qué haría Él en tu lugar’”.
Al cabo de una media hora volvió y me dijo entre lágrimas: “Padre, lo voy a recibir, gracias a mi padre tengo la vida, lo recibiré en mi casa y le ayudaré en todo lo que pueda…”.
Me fui a dormir muy alegre, sentía que ese día descansaría como nunca. Dios una vez más me mostró que los problemas los arregla Él, que yo solo debo acercarlos a Él; también me recordó lo fácil que sería nuestra vida si tan sólo lo invitáramos a ella.
Muchas cosas nos salen mal porque no pensamos en preguntarle a Jesús ‘qué haría Él en nuestro lugar’. cuánto me gustaría encontrarme a todos los que están atravesando por una dificultad o que necesitan tomar una decisión para decirles: No temas, ni te desgastes tanto, Dios te ama, está contigo y te ayudará, solamente ponte de rodillas ante Él y pregúntale ‘mi buen Jesús, ¿qué harías Tú en mi lugar?’.
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