Las normas del juego cambian como adultas, pero ambas tenéis que estar dispuestas a superar el pasado
Olivia recuerda que el tema que más a menudo se abordaba en su casa eran las notas: qué nota había sacado en tal asignatura, por qué esta vez era un notable y no un sobresaliente… Así que ella siempre era diligente y precisa, nunca se retrasaba. En la escuela, competía eternamente por lograr ser la mejor, por distinguirse… de otro modo, no cumpliría con las expectativas. ¿Debilidades? Nadie hablaba de eso. Durante muchos años sintió que así es como debía ser la vida.
“Quien te da mucho cariño y compañía es también a menudo quien te inflige mucho dolor”, resume Olivia. Ese quien es su madre.
En terapia, Olivia está aprendiendo a establecer límites. También puede ver cuáles eran las ambiciones y expectativas de su madre y cuáles eran sus propios deseos. Y, aunque su madre tiene un corazón enorme, como admite la propia Olivia, hay muchas cosas que debatir. Todavía pueden sentarse juntas para un café y un pastel, pero ahora es diferente.
Un legado complicado
Tu madre te engendró, te alimentó, te educó… ¿Cómo podrías pensar algo malo de ella? ¿Cómo decirle que se equivoca, cómo decirle ‘no’? Al fin y al cabo ¡es tu madre! Pero, aunque les debamos tanto, las relaciones con las madres no son siempre como desearíamos. Soñamos con una madre que nos apoye y que esté con nosotros en los momentos de éxito y de fracaso, que acepte nuestras elecciones, entienda nuestra individualidad, que podamos compartir con ella los dilemas de nuestro corazón. Porque así es como debería ser una madre.
En vez de eso, a menudo experimentamos rechazo, sobreprotección o control, ambiciones frustradas o dificultades a la hora de mostrar nuestras emociones. De repente descubrimos que nos llevamos muy poco de esta relación en nuestra época de adultos. ¡BAM! Se derrumba nuestro ideal de madre.
A veces este es el momento en que cortamos el cordón umbilical, aprendemos a ser independientes, establecer límites y tener una mirada crítica. A veces, se producen fricciones momentáneas y luego resolvemos que se trataba solo de comportamiento juvenil. Pero otras veces nos cambia nuestra visión de la vida.
“Siempre pensé que tenía una relación buena con mi madre. Durante gran parte de mi vida, prácticamente vivíamos juntas, las dos solas, así que confiábamos mucho la una en la otra. Muchos años después, me doy cuenta de que es una desconocida para mí: no sabemos cómo hablar y el darme cuenta de que no me dio lo que una madre debería dar a una hija me ha hecho distanciarme. Para mí fue difícil descubrir que nuestra relación en realidad era diferente de lo que yo necesitaba”, confiesa Monika.
Cada uno tiene su forma de amar
Todo empieza con bastante naturalidad: entras en el mundo adulto, crece tu individualidad, te rebelas… De repente, todo el mundo en casa es tu enemigo, en especial ella, porque ella prohíbe, es sobreprotectora, interfiere y no te deja vivir a tu manera.
“Mi época como adulta joven fue nuestro tiempo más difícil. Nuestra relación se enfrió. Yo me sentía limitada permanentemente. De repente mi madre se puso muy enferma: no pudo estar en casa con nosotros durante casi dos años. Entonces entendí lo mucho que me había enseñado, lo importantes que eran esas riñas y conversaciones, cuánto le debo en realidad. Cuando se recuperó, nuestra relación cambió a una amistad pura. Es mi mejor y más sincera amiga”, afirma Renata.
Pero ¿qué pasa si esas dificultades de relación no son únicamente algo pasajero de la adolescencia? “Mi madre cometió muchos errores y me pide disculpas todavía hoy. A veces siento que ella se arrepiente más de lo que yo pienso en esas cosas. ¿Criaré a mis hijos exactamente de la misma forma? Sin duda, no. Pero ¿eso determina que nos queramos más o menos?”, se pregunta Joanna. Hoy día, su madre le apoya y se preocupa por ella, pero también respeta su opinión y su espacio personal, aunque les ha costado mucho esfuerzo a ambas.
Mi madre también tuvo una madre
A veces cuesta creerlo, pero nuestras madres tienen su propia historia, igual que nosotros. Saber que quizás nuestra madre pasó por algo similar o quizás incluso más difícil nos abre a la comprensión y la aceptación.
“Aunque tengo que descubrir muchas cosas por mí misma, sé que mi madre también tuvo una madre que le enseñó —o no— a ser una madre para sus hijos. No es algo que surja de la nada, así que entiendo que para ella su maternidad fue un campo de pruebas, en especial porque era la mayor de sus hermanos”, explica Monika.
Cuantos más errores cometemos, mayor es nuestra tolerancia a los errores de los demás. No significa que tengamos que coincidir en todo. Una relación saludable requiere que respetemos nuestras necesidades. Por eso es bueno decir ‘no’, para indicar que imaginamos nuestra vida de forma diferente, para no ceder al chantaje emocional o a unas expectativas desproporcionadas. No hay nada de malo en ello.
Pero no hay que aferrarse a los rencores. No puede cambiarse todo y a veces simplemente no merece la pena. Podemos amar a nuestras madres con todo nuestro pasado mientras, de forma simultánea, construimos una vida basada en nuestros términos y aprendiendo de otras fuentes. Y aunque no tengamos una solución perfecta y con frecuencia quede un vacío en nuestros corazones, al final podría ser la lección más importante que aprendamos de esta relación.
Este artículo fue publicado originalmente en la edición polaca de Aleteia.