En mi fragilidad llevo su misericordia
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Perdonar los pecados… muchas veces no le tomo el peso a ese don que regala a muchos a través de mis manos. Ese don que yo tantas veces he tocado experimentando su amor misericordioso. En mí mismo al vivir el perdón. En mis manos al perdonar a tantos. En aquellos que se acercan buscando misericordia.
Y yo sólo soy su instrumento, porque Él me envía. Como Jesús envía a los suyos a perdonar pecados. En Pentecostés, con el Espíritu, recibieron el amor misericordioso de Dios. Ellos se sintieron amados, elegidos, buscados por Dios. Y ese amor les hizo perder el miedo a dar la vida. A dar gratis lo que habían recibido gratis. Ya no temen a los otros hombres. Ven en ellos el amor de Dios. Han sido perdonados. Se han sabido amados en su herida.
El otro día leía: “El perdón es solamente real cuando lo otorga el que ha descubierto la debilidad de sus amigos y los pecados de su enemigo en su propio corazón y desea conceder el nombre de hermano a todo ser humano“.
Los discípulos, como yo, son hombres débiles, heridos. Yo regalo el perdón de Dios desde mi herida de hombre sacerdote. Y lo recibo también por manos de otros sacerdotes.
Pero es verdad que todos podemos regalar el perdón, podemos perdonar las ofensas, las heridas. Puedo perdonar y quedar liberado.
Jesús me pide a mí que perdone, que olvide las ofensas, que no viva con rencor guardado en el alma. Quiere que entregue su perdón sagrado. Y lo puedo hacer porque sé que en mi fragilidad llevo su misericordia.
Porque he visto, como los discípulos, ese amor de Dios que cubre mi desnudez. Quiero ser valiente entonces para salir al mundo lleno de alegría y dar ese perdón que el hombre necesita.
Me gusta ese momento de gracia. De misericordia. De perdón. De olvido. De paz. Puedo anunciar que Jesús está vivo. Como lo hicieron los discípulos ese día de Pentecostés, después de no haber sabido acompañar a Jesús en su muerte.
Me hago testigo del resucitado. Como esos discípulos ese día que se convierten en valientes apóstoles cuando antes sólo eran hombres cobardes escondidos con miedo.
Así quiero yo que me cambie el Espíritu, que me renueve. Que me haga de nuevo para poder ser yo testigo de su amor.
El Espíritu logra que los discípulos hablen en una lengua que todos entienden. Vivo dividido en mi interior. Hago lo que no quiero. Deseo lo que no hago. Lucho por amar en libertad y retengo.
Digo amar a Dios pero no amo a los hombres. Quiero ser santo y maldigo. Ser puro y juzgo y condeno. Quiero ser más humano y me falta misericordia. Dar la vida y me vuelvo egoísta.
Vivo en mí la división que detesto. Y yo mismo, dividido, no uno a los hombres. Me gustaría unir. Pero mis palabras dividen.
A veces los idiomas dividen tanto. La unidad no tiene que ver con la uniformidad. Son cosas diferentes. Estoy llamado a construir la unidad respetando la originalidad de todos.
Sin imponer un solo idioma, pero hablando en una lengua que todos entiendan. Acogiendo al que no piensa como yo. Aceptando al que sigue un camino diferente.
Es verdad que el dolor une a los que sufren. Despierta la misericordia. Es lo que deseo. Decía el papa Francisco en Amoris Laetitia: “Los dolores y las angustias se experimentan en comunión con la cruz del Señor, y el abrazo con Él permite sobrellevar los peores momentos”. Es la unión entre los hermanos. La unión con Cristo en su cruz.
Pero muchas veces no es así. A veces la enfermedad aísla, la cruz separa de Dios y de los hombres. En mi dolor puedo vivir amargado, lejos de los que no sufren.
El Espíritu me regala la gracia de unirme con el que sufre. De compadecerme y abajarme para acompañar al otro en su dolor. Es la comunión que anhelo. La unidad que busco.
Quiero ser un constructor de unidad. Un pacificador. Quiero aceptar al que no piensa como yo. Y acercarme al que vive la cruz, no rehuir su presencia. A veces el que fracasa se convierte en un hombre al que dejan solo los que buscan sólo el éxito.
¡Cuánto bien me hace acercarme a los que han fracasado, a los que sufren! Me hace solidario. Me hace formar una comunión de misericordia que es una gracia.
Me uno al que no me puede dar nada a cambio. Amo al que no me puede corresponder. Socorro al indigente. Acepto al que es rechazado por muchos. Es el misterio de la unidad en Cristo, en María. Es la fuerza del Espíritu la que logra que se una su Iglesia.
Y muchas veces sufro la desunión. Me duelen las críticas, los juicios, los enfrentamientos. Me da miedo no acoger a los que no piensan como yo. No aceptar que otros sigan caminos diferentes.
La comunión es un don del Espíritu. María en el Cenáculo me congrega para que sea transformado en Pentecostés en el Cuerpo unido de Cristo:
“Hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Porque, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo”.
Ese misterio es el que suplico que se haga vida en mí. El misterio de la comunión. Cada día.