Aunque de joven fue una silenciosa reivindicadora de derechos, su breve vida se caracterizó por su cotidianeidad
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En la Francia del siglo XIX hubo una joven monja tan corriente que, mientras agonizaba, escuchó a las otras hermanas que conversaban junto a su ventana. “¿Qué vamos a poner en su obituario?”, preguntaba una carmelita. “Entró joven y murió pronto. Y ya está”.
Quizás te resulte familiar esta monja: santa Teresa de Lisieux, a quien el papa san Pío X se refirió como “la mayor santa de los tiempos modernos”. Sin embargo, Dios la llamó a ser una gran santa en el ámbito de la vida más común y corriente.
Algunos estamos llamados a ser misioneros que recorren el mundo, otros a reconstruir la Iglesia de Dios, pero la mayoría estamos llamados a ser ordinarios.
Si Teresa era corriente, la venerable Margaret Sinclair (1900-1925) pasaba totalmente desapercibida. Aunque su apodo “la pequeña flor de Escocia” ofrece un esbozo general de lo que fue su vida, lo cierto es que la infancia de Margaret fue de todo menos gentil y su familia no estaba compuesta de santos como la familia Martin.
No, Margaret era una florecilla de las casas de vecinos, pero es en sus humildes orígenes y en su santidad ordinaria donde la vida de Margaret Sinclair logra llamarnos a la grandeza.
Junto a sus ocho hermanos, Margaret se crió en un apartamento en un sótano con dos habitaciones en Edimburgo. Su padre era basurero y su madre enfermaba con frecuencia, así que Margaret trabajó desde joven en trabajos variopintos.
Cuando Margaret tenía 14 años, su padre y hermano fueron a luchar a la Primera Guerra Mundial y Margaret dejó para siempre la escuela para trabajar en una fábrica de muebles.
Como obrera, Margaret no solo era miembro de un sindicato, sino que representaba a uno y protestaba cuando los salarios de los trabajadores se reducían injustamente.
Tenía una lucha permanente con su supervisor a causa de una estampa de la Virgen María que Margaret colgaba en su puesto de trabajo. Todas las tardes, él la quitaba; todas las mañanas, ella volvía a colgarla calladamente.
Su persistencia era patente en todas las cosas que hacía, sobre todo con su madre, que a menudo quedaba abrumada por las dificultades de sus circunstancias. Cada mañana que su madre sentía que no podía seguir adelante, Margaret la miraba a los ojos y le repetía: “No te rindas”.
Después del final de la guerra, la Depresión posterior dejó a Margaret en el paro y tuvo que buscar trabajo de forma urgente. Por fin encontró un puesto en una fábrica de galletas.
En unas vacaciones familiares, Margaret y su hermana Bella pudieron ir a misa todos los días y recibir la comunión diariamente, una práctica poco habitual por entonces. Cuando Bella expresó su preocupación por no ser santas con tanta frecuencia como para recibir tanto la comunión, Margaret respondió con puro sentido común: “No vamos porque somos buenas, sino porque queremos ser buenas”.
Después de trabajar le quedaban energías para bailar y, además, su espíritu (y su amor por la ropa bonita) despertaron admiración hacia Margaret, en particular la de Patrick Lynch.
Lynch se había descarriado de los sacramentos y después de que Margaret pasara algún tiempo con él animándole a volver a la fe, terminó por enamorarse de ella. Se plantó ante ella con un anillo de compromiso y amenazó con suicidarse si se negaba.
Margaret estaba consternada, sobre todo cuando descubrió que sus padres veían con buenos ojos la unión, pero la oración y el sabio consejo de un sacerdote la ayudaron a ver que su vocación estaba en otro lugar.
“Pensaba que era la voluntad de Dios y que quizás debía gustarme con el tiempo”, confesó sobre su pretendiente, aunque su corazón tenía la vista fijada en la clausura.
De modo que Margaret se despidió de su familia y se marchó a Londres, donde su acento y su falta de educación le valieron una acogida desdeñosa en una comunidad de clarisas pobres, donde la mayoría de las monjas eran aristócratas de nacimiento.
Aunque tenía la esperanza de ser monja de clausura, de las que cantan el Oficio Divino durante ocho horas al día, parecía ajustarse más a ella el ser una hermana ordinaria externa, de las que tienen mucho más contacto con el mundo exterior y salen a pedir limosna varias veces al año.
Esta limosna, según parece, fue su sentencia de muerte. Solo dos años después de entrar en la vida religiosa, sor María Francisca de las Cinco Llagas (el nombre de religiosa de Margaret) contrajo tuberculosis. Ocho dolorosos meses después, murió a los 25 años, como monja ordinaria.
En Margaret Sinclair no había hechos heroicos fuera de la vida ordinaria: sonreír en vez de fruncir el ceño, trabajar cuando otros no lo harían, aceptar la voluntad de Dios por duro que fuera.
Ella entendió, a diferencia de muchos de nosotros, que la verdadera santidad consiste en hacer bien la labor diaria.
Pidamos su intercesión por los trabajadores, los desempleados y por todos los que viven largas vidas ordinarias de maneras extraordinarias. Venerable Margaret Sinclair, ¡ruega por nosotros!