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¿Cómo afrontar la muerte de un ser querido?

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Luz Ivonne Ream - publicado el 23/04/17
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Ante el duelo, no hay respuestas inmediatas, sin embargo las habráTomas el teléfono, marcas su número con la esperanza de que te conteste al otro lado del auricular. En el fondo sabes que será en vano porque ella ya no está. ¡Dios! Lo único que deseas es volver a escuchar su voz viva, aunque sea por última vez. Qué más da si lo que te dice son regaños o palabras de amor, solo quieres oírle.

Cierras los ojos para recordar su timbre, esa voz que sabes nunca más volverá a pronunciar tu nombre. Repites una y otra vez ese mensaje que te dejó en el contestador. Lees y relees los mensajes que se mandaban. Por momento quisieras contestar el último… No hay respuestas, solo el silencio.

En tu soledad sólo escuchas el sonido de tus lágrimas que no dejan de rodar por tus mejillas, de ese llanto que te ahoga recordándote que ella ya no está, que la vida no será la misma sin ella. ¡En qué momento cambió la vida! ¿Qué se hace con tanto dolor? ¿Cómo se saca del pecho este sentir que deshace el corazón a pedazos, aprieta el alma y arranca la vida? Ella ya no está, pero yo sigo vivo y ahora me corresponde aprender a vivir con esto.

El calificativo cuando muere alguno de los padres es huérfano, cuando muere el cónyuge es viuda (o), pero ¿cuál es cuando muere un hijo? No hay mejor calificativo que el de “MARIANOS” porque este dolor se asemeja al de Santa María al pie de la Cruz.

Sin duda unos de los grandes misterios de esta vida son la muerte y la enfermedad. Todo estaba bien cuando de repente… Y todo cambia… Creemos que no estamos preparados para tanto. El sentir es querer morir con ellos…  Hay dolor, desesperación y dudas porque la vida no será la misma sin ellos.

Un tsunami de miedos e interrogantes se apodera de nosotros: un sinnúmero de cuestionamientos y preguntas a Dios. ¿Cómo voy a vivir sin ella? No hay respuestas inmediatas. Sin embargo, sí las habrá.

Nada sencillo decir un adiós para siempre a las personas que hemos amado, con las que hemos compartido momentos importantes y que han dejado huella en nuestra vida.

La pérdida de un ser querido es el suceso más doloroso que cualquiera pueda experimentar. Cuántas cosas dejaron en nuestras vidas… Los recuerdos se vienen como avalancha y pegan duro. Me queda claro que si es tantísimo el dolor es porqué así de profundo “es” el amor.

A pesar de que la muerte es una experiencia que es parte de la vida, esta siempre va a impresionar, a afectarnos a cada uno de manera distinta. Es un proceso natural por el que estamos segurísimos que todos vamos a pasar; aun así, nunca estaremos del todo listos para recibirla. Mucho menos cuando se trata de alguien a quien amamos profundamente o o con quien los lazos de la sangre nos unen.

Incluso, la muerte de un hijo pareciera que va en contra de la naturaleza. “La pérdida de un hijo o de una hija es como si el tiempo se detuviera. La muerte “es una bofetada a las promesas, a los dones y sacrificios de amor alegremente entregados a la vida que hemos hecho nacer. La muerte toca y cuando se trata de un hijo toca profundamente. Toda la familia queda como paralizada, muda. Sucede algo parecido cuando es el niño el que permanece solo, por la pérdida de uno de sus padres o de ambos. Esto conlleva que a veces “se llega a echar la culpa a Dios. “¿‘¿Por qué me has quitado a mi hijo, a mi hija? Dios no existe, ¡Dios no existe!’”. “Esta rabia es un poco lo que viene del corazón por un dolor grande, la pérdida de un hijo o una hija, del padre o de la madre es un gran dolor” (Papa Francisco). Todos esos sentimientos y pensamientos son muy naturales y hasta sanadores.

¿Cómo hacen esas personas que se ven en pleno funeral con una paz y una serenidad que es de llamar la atención? Es normalísimo que cuanto más cercana sea la persona a nuestro corazón más profundo sea el estado de shock que experimentaremos.

Es una mezcla extraña entre conmoción y paz interior; entre incredulidad y una falsa aceptación. Y digo falsa porque en ese estado, en ese momento aún no somos totalmente conscientes para vivir una aceptación en toda la extensión de la palabra.

Una cosa es decir desde el fondo del corazón que aceptamos la voluntad de Dios porque sus planes son siempre perfectos y otra muy distinta poner de acuerdo a la razón con mi corazón y con esto abrazar, aceptar y resignificar esta experiencia.

Se tiene una idea por demás errónea de que las personas piadosas y que hacemos todo por estar cerca de Dios no tenemos derecho a sentir o a experimentar dolor alguno ante la pérdida de nuestros seres amados. ¡Gran mentira!

Con nuestro llorar y sufrir no estamos negando las promesas de salvación, lo que estamos es corroborando que somos muy humanos, que sentimos y que tenemos un corazón muy grande para amar y un alma sensible.

Se vale que el mundo nos vea caídos porque la tristeza es mucha. Se vale decir que no podemos con tanto y que sentimos volvernos locos de dolor. Se vale expresar que hoy no somos fuertes y que lo único que sentimos hacer es llorar y llorar hasta que las lágrimas borren nuestro dolor y laven el sufrimiento de nuestra alma.

Se vale que los demás nos vean derrumbados porque los que tenemos fe sabemos que este desmoronamiento será temporal. Más adelante nos volverán a ver de pie, arriba, levantados, con el corazón y la cabeza erguida y podremos dar testimonio de lo que Dios hace en los corazones que nos abandonamos a su bendita voluntad.

Ante estos acontecimientos, es muy importante que cuidemos enfrentar el duelo de manera integral, tomando en cuenta que somos mente, cuerpo y espíritu. “Debemos” darnos el permiso de sentir, de llorar, cuestionarnos, de buscar respuestas y enojarnos. La única condición es que siempre sea de la mano de Dios.

Es muy distinto atravesar un duelo acompañados de Dios que sin Él. Esto hace toda la diferencia porque su Gracia nos da la capacidad de afrontar el dolor a través de su corazón. La meta es que al final le digamos de todo corazón: acepto todo esto como venido de tu amor incondicional con la certeza de que tus panes siempre son perfectos.

Pero para llegar a esa aceptación, serena y consciente el camino es largo y doloroso. ¿Qué tan largo y qué tan doloroso? Tan largo como cada quien elija el momento de comenzar el proceso. Tan doloroso… Ojalá tuviera esta respuesta…

Un duelo se vive de manera muy personal y de acuerdo a las capacidades y creencias de cada uno. Nadie te puede negar el derecho de llorar, tirarte al drama y de hasta reclamar al cielo. Dios sabe el proceso doloroso por el que estamos pasamos. El llanto es muy necesario para que el alma descanse. Jesús mismo lloró la muerte de Lázaro.

Procesar el duelo no significa” olvidar”. Significa haber aprendido a vivir con la ausencia física del ser querido. Nadie tiene el derecho de decirnos qué sentir, qué hacer o cómo procesar nuestro duelo. Nadie tenemos el derecho de expresar siquiera que la otra persona está exagerando su sentir porque sólo ella sabía lo que amaba y hasta lo que tuvo que perdonar.

Es absurdo cuando una persona “ignorante” nos dice que no lloremos o que no sintamos tristeza porque “no le dejamos ir”. Es decir, que no le permitimos morir por que nuestra energía los detiene aquí. ¡Vaya creencia tan desacertada! Cómo nos falta formación y educarnos en el tema.

Es muy necesario saber respetar nuestros tiempos y el tiempo de los demás en este proceso de dolor. Lo que es importantísimo es vivirlo intensamente hasta llegar a la aceptación, a la resignación cristiana. Es decir, resignificar nuestra nueva vida sin la persona.

Lo más importante en un proceso de duelo es vivirlo, así de sencillo. Vivirlo, enfrentarlo, experimentar y aceptar todas las emociones que nos venga. No luchar contra ellas sino abrazarlas con la esperanza de que esto es temporal.

Si elegimos no enfrentar el dolor porque sentimos que el sufrimiento es mucho corremos el riesgo de que este proceso se vuelva algo crónico. Las emociones saldrán porque saldrán, de una manera u otro. Entonces, es mejor permitirles que salgan por medio de nuestros sentimientos cuando necesiten salir y procesarlas por el llanto, etc. a guardarlas y reprimirlas y que después exploten por medio de adicciones u otros comportamientos que a la larga o a la corta nos traerán terribles consecuencias. El peor duelo es aquel que no se enfrenta.

Un pensamiento consolador es tener la certeza de que algún día nos volveremos a reunir con el ser amado. Imagina tu entrada al Paraíso. Todos tus seres queridos recibiéndote con los brazos abiertos. Por fin conocerás a la madre que te dio la vida y que de bebé perdiste. Te abrazará ese abuelo que comenzaste a amar en fotos, que te leía cuentos y que nunca volviste a ver. Gracias a Dios que no existe la reencarnación ni la inmanencia, sino la trascendencia.

Recordemos que la muerte no tiene la última palabra y en el “cómo” afrontemos estos acontecimientos descubriremos los “para qué”. Es decir, cosecharemos frutos inmensos después tanto dolor.

Dios nunca nos abandonará si nosotros no le dejamos. Continuamente hay que rogar a Dios que nos dé mucho desprendimiento humano y visión sobrenatural pidiéndole fortaleza espiritual y “resignación” cristiana, dándole un significado nuevo al dolor y soltarnos en sus brazos de Padre protector y consolador.

Sabemos que en Él encontraremos sentido y alivio a nuestro corazón triste y desconsolado. En nuestro límite de dolor encontraremos a Dios que no tiene límites en su amor.

“El amor es más fuerte que la muerte” y por ello “el camino es hacer crecer el amor, hacerlo más sólido, y el amor nos cuidará hasta el día en el que cada lágrima será enjugada”. Papa Francisco

• Invita a Dios a caminar el duelo contigo, no importa que le “eches la culpa” de lo que te pasa. Él sabe que tú sabes que no le culpas y que solo buscas “querer entender” para luego “poder aceptar”.

• Busca y encuentra tanto apoyo espiritual como emocional.

• Vive cada sentimiento al cien. No te detengas por nada ni por nadie. Se vale que tus hijos te vean llorar.

• Apóyate en tus seres queridos y redirige esa energía de amor a los vivos. Eso no quiere decir que dejes de amar a quien se fue.

• No permitas que nadie te diga cómo manejar tu duelo ni escuches cosas como “no llores porque no le dejas ir”. Por fe sabemos que cuando alguien muere estará donde desde en vida haya elegido estar.

• Intenta normalizar tu vida lo antes posible para así enfrentar la realidad.

• Si tienes padres que son mayores o alguien cercano muy enfermo, pide a Dios que te comience a preparar para entregárselos cuando ellos estén listos para el cielo. Esto no quiere decir que en tu parte humana dejes de rezar por aquello noble que deseas. Sabes que al final pasará lo que más convenga.

Siempre recuerda que, en el dolor y el sufrimiento, ¡Dios y tú son mayoría!

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