Cambiada por la mirada de un hombre, ella que había sido mirada por tantos
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Hoy vemos a una mujer samaritana que se acerca al pozo y comienza una conversación con Jesús: “¿Cómo Tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?”. Jesús se muestra vulnerable ante esta mujer y le pide de beber.
Jesús tiene sed. Tiene sed de amor, de vida verdadera. Igual que esa mujer herida. Pero ante ella Jesús se muestra frágil, necesitado. Jesús la necesita a ella. A ella que es pobre y está herida. Necesita su cubo, su agua. Es pobre como ella.
Cuando uno se muestra en su verdad está en las manos del otro. Puede recibir la aceptación o el rechazo. Se siente vulnerable. Me duele el alma cuando no soy aceptado como soy. Cuando me muestro desnudo frente a otros y no recibo el aplauso, ni la sonrisa. Tantas veces lo he vivido…
Ante la pobreza del otro puedo mostrarme misericordioso o puedo quedarme en mi orgullo. Protegido y seguro.
Jesús no me mira nunca desde arriba. No mira desde arriba a esta mujer herida. No la mira desde la superioridad. Jesús necesita su ayuda. Busca su compasión.
Cuando alguien me dice que me necesita me desarma. Me hace sentirme importante. Creo que puedo hacer algo por él y eso siempre me da fuerzas. Jesús me pide a mí. No viene a darme nada.
Decía Jean Vanier: “Jesús quiere aparecerse en nuestro corazón como alguien pequeño. Está cansado y sentado. La mujer llega. Está de pie. Quiere que encuentre confianza en sí misma. En su feminidad. La mujer se asombra. Jesús atraviesa fronteras culturales. Todo lo que Él quiere es encontrarse contigo que eres diferente”.
Me gusta ese valor de Jesús para entrar en mi vida sin nada que ofrecer. Jesús no me da lo que yo necesito, lo que le pido. Él me pide lo que yo tengo. No un agua como la suya. Sino mi agua sucia. Mi pobreza. Mi fragilidad. Mi cubo. Y yo me siento útil ante Él. Parece mentira que pueda resultarle útil con mis torpezas. Es increíble.
Me gusta pensar en ese Jesús. No en un Dios todopoderoso al que no le complementa mi debilidad. Comenta el padre José Kentenich que “la bondad paternal de Dios no podía oponer resistencia a la debilidad reconocida y aceptada de su hijo”[1]. Eso lo vivo en mi propia carne. Me desarma la impotencia del que me pide ayuda. Y me provoca desprecio el que no me necesita. Me gusta ayudar y sentirme útil.
Hoy Jesús me muestra cómo es la actitud del hijo que confía. “Dame de beber”. Jesús me pide a mí que le dé de beber. Y yo no tengo nada. Soy pobre. Pero Él me pide ayuda y levanta mi ánimo. Me hace creer y confiar en que al final mi vida tiene un sentido.
Tengo una misión dibujada en mi alma. Puedo ser un héroe si me dejo hacer en sus manos. Puedo dar agua. A Él. A tantos con sed. Basta con que me lo pidan como Él. Sentado. Humilde. Pequeño. Frágil. Me violenta la soberbia de los hombres. Me revuelvo contra la prepotencia. Me desarma la petición humilde del pequeño que sólo suplica mi ayuda. Sin exigir nada. Sólo quiere beber. Me impresiona.
Muchas veces yo no soy capaz de pedir a nadie que me dé su agua. Me siento capaz de hacerlo todo yo solo. Voy por los caminos seguro de mí mismo. No tengo sed. Eso creo. Y si la tengo la acallo, la calmo con otras aguas, pero no pido nada.
Es mi orgullo el que no me deja presentarme vulnerable ante los hombres. Necesito aprender a ser pequeño, uno más, pobre.
Este evangelio relata la historia de un encuentro en soledad. Cada uno hizo su camino hasta ese pozo. Jesús va rumbo a Galilea. Ella salió a buscar agua. No sabemos su nombre. Jesús sí la conoce. Cada uno salió de su vida. Y permaneció solo un tiempo. Se puso en camino. Cada uno hizo un camino, más corto o más largo. Salió de los demás.
Me gusta pensar en ese camino de los dos hasta el pozo. Fue un camino en silencio. Es la intimidad que sólo se puede dar en soledad. En el desierto se hablaron. Se escucharon. Callaron. Es un diálogo muy largo. Ellos dos, nadie más.
Jesús mira con compasión el corazón de esta mujer que está herida: “La mujer le contesta: -No tengo marido. Jesús le dice: – Tienes razón, que no tienes marido: has tenido ya cinco, y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad”.
Me conmueve su mirada. Jesús la mira como es, en sus heridas, y la ama con todo lo que ella es. A veces pienso que Jesús sólo ama mi parte buena, mis méritos, mis logros y éxitos. Y detesta mis fracasos, mi lado oscuro, mi noche.
Tal vez por eso me alejo de Dios cuando he caído. Porque mi vida no está toda en orden, no es perfecta, no es pura. Creo que tengo que ordenar primero mi vida para después acercarme a Él y dejarle mirar mi verdad.
Por eso veo la comunión en la Eucaristía como un premio por mis obras, no como un remedio en la enfermedad. Sólo comulgo si estoy en estado absoluto de gracia. Si me he confesado hace muy poco y no he vuelto a pecar. Si me siento puro.
Sólo me creo digno de comulgar si no recuerdo grades errores en mi pasado. Y si no es así, me alejo compungido. No me creo con derecho a la comunión. Tal vez se me olvida que comulgar no es un derecho, sino una gracia. Que es un remedio para el pecador, una medicina para el enfermo.
El pecado me hace sentirme pequeño e indigno. Es la grieta por la que entra su Espíritu. La herida de mi alma. Porque es el amor recibido sin condiciones, el abrazo de Jesús cuando llega hasta a mí y me mira, lo que sana mi corazón y obra el milagro de la conversión.
La mujer cambió al sentirse amada por Jesús, al no sentirse juzgada por su pasado. Seis hombres en su vida. Cinco relaciones rotas. El de ahora ni siquiera era su marido. Un pasado oculto que no se atreve a contar.
Pero Jesús lo conoce por dentro. Ve su vida en su debilidad. Ella se siente tan pequeña ante Jesús. Desnuda. Como si la hubieran descubierto en su pecado. Se ve pobre y vacía. No tiene defensa ni justificación. Son demasiadas relaciones rotas. Es la mujer más herida del Evangelio. La mujer más rota. Pero Jesús no la condena.
Decía Jean Vanier: “Descubro que soy amado por Dios así como soy. Quisiera que cada uno lo pueda descubrir. Con sus propias discapacidades, dificultades de perdonar, todo lo que es de las tinieblas que está dentro de nosotros. Con todo lo que está herido en mí. Y todo lo que quiere es darnos el Espíritu que va a ayudarnos a crecer, a perdonar, a amar a los que parecen ser nuestros enemigos. Que va a cambiar nuestro corazón de piedra en corazón de carne”.
Jesús ama a esta mujer herida como es. En su fragilidad. La abraza en sus heridas. La ama desde dentro. Desde su verdad. Esa verdad que ella no logra querer. Tiene miedo del rechazo y Jesús la acepta como es. Cambia su corazón de piedra por un corazón de carne. Y todo comienza a ser distinto. Porque ha sido amada.
La mujer lleva a otros a Jesús y contagia con sus palabras: “La mujer entonces dejó su cántaro, se fue al pueblo y dijo a la gente: -Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho; ¿será este el Mesías?”. Se convierte en testigo. Pierde el miedo a hablar entre los hombres. Eso me impresiona.
Comenta Jean Vanier: “Que cada uno pueda ser testigo como esta mujer. Jesús necesita testigos que digan que Él transformó mi corazón de piedra en uno de carne”. Y la gente la creyó a través de sus palabras. ¿Por qué?
Tal vez porque no se predicó a sí misma, sino que sólo dijo lo que Jesús había hecho con ella. Porque su corazón no era ya de piedra sino de carne. Porque la vieron cambiada por la mirada de un hombre, ella que había sido mirada por tantos. Porque dejó de protegerse y esconderse para mostrarse sin miedo ante los hombres que tanto la habían herido.
Se mostró segura y sin miedo. Algo había sucedido en su corazón. Esa mirada de Jesús la había cambiado para siempre. Nunca antes había sido mirada así. Y desde entonces puede hablar desde su herida de amor que ha sido tocada por un amor tan grande.
Ya no teme el rechazo. Ya no tiene miedo de ser más herida. Alguien le ha devuelto su dignidad perdida. Y logrará entonces mirar a los otros como Jesús la ha mirado a ella.
Esa es mi misión. Necesito encontrarme con Jesús en el pobre, en el que no tiene, en ese Lázaro sentado pidiendo a la puerta de mi vida.
Comenta Jean Vanier: “Yo les invito a descubrir a Jesús cansado, pequeño, que dice que me necesita. Nos habla desde abajo. Es el misterio de ese Jesús que me dice que me necesita. Lo dice a nuestro corazón. Liberado de nuestros miedos y prejuicios. Para que podamos seguir a Jesús. ¿He podido descubrir a Dios oculto en los pobres, en la pobreza?”.
Quiero ver a ese pobre oculto en Jesús. A ese Jesús oculto en el pobre. Lo podré hacer cuando Jesús cambie mi corazón. Cuando me pida agua. Cuando me dé su agua. Entonces todo cambiará en mi mirada. Y en torno a mí pasará lo que sucede en el evangelio.
Me impresiona cuando llegan los demás. La gente del pueblo está sorprendida. No se burlan de la mujer herida. Creen en sus palabras y se acercan: “En aquel pueblo muchos samaritanos creyeron en Él por el testimonio que había dado la mujer. Cuando llegaron a verlo los samaritanos le rogaban que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días”.
Le ruegan a Jesús que se quede con ellos y Él accede. Siempre accede cuando se lo pedimos de esa forma. Jesús hace su hogar de ese lugar. No tiene prisa. Retrasa su vuelta a Galilea.
Llegan los apóstoles que habían ido a buscar comida y ven que está sucediendo algo sagrado. Ninguno pregunta por qué Jesús habla con esa mujer. Tienen respeto. Se dan cuenta que Jesús y esa mujer se han entregado su agua y han calmado su sed. Callan ante lo sagrado.
Los actos de misericordia, los gestos de amor, despiertan el respeto. Nadie puede decir nada ante aquel que se entrega al necesitado. Nadie juzga al que da su vida por el pobre. El amor incondicional despierta el respeto.
Ojalá mis actos despertaran el respeto y la necesidad de estar con Jesús en aquellos que me miran. No siempre sucede. Tal vez porque me pongo en el centro. O porque ese amor de Jesús en mí no brilla nítidamente. No le dejo brillar.
Todo comienza con un encuentro personal. Jesús camina hasta mí. Yo llego. Yo camino hasta Jesús. Él me espera. Comienzo a cambiar en ese silencio sagrado donde Dios me habla al corazón. Donde yo tengo sed y Él tiene agua para mí.
Necesito buscar ese silencio: “Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad”. Quiero adorar en espíritu, en el alma y en verdad. Desde mi verdad. Ahí sucede el encuentro que lo cambia todo. Cambia mi mirada y la mirada de los que me miran sorprendidos. Algo se transforma.
Tengo que volver una y otra vez al pozo. Para encontrarme con Jesús y que se quede conmigo. Para que cambie mi mirada y mi entorno. Mis obras cambian la realidad. La mirada de los otros. Jesús sacia mi sed.
[1] J. Kentenich, Niños ante Dios