Seguro que conservas como un tesoro las primeras cartas de amor de tus padres o abuelos… un legado que lamentamos perder en nuestra cultura de “mensajear todo”Cuando el tren se alejaba de la estación Newark Airport de Nueva Jersey, una mujer mayor que acababa de embarcarse se sentó en el asiento vacío a mi lado. Regresaba a Philadelphia tras acompañar a su marido al aeropuerto porque viajaba al extranjero.
La mujer se quitó el abrigo y tomó asiento. Aseguró su bastón entre nuestros asientos y, una vez establecida, empezó a rebuscar en su bolso de mano. Por fin, sacó un iPad. Quedé impresionado: “Qué bien se lo monta esta abuela”, pensé.
Tardó un momento en conectarse al wifi del tren. Una vez en línea, empezó a escribir un mensaje de inmediato. No le preocupaba su privacidad, ya que escribía en su pantalla enorme a la vista de todos a su alrededor. Intrigado como me tenía, no pude evitar echar un ojo a sus mensajes.
Eran para su marido. Mensajes de amor. Y muchos, de hecho, según iban y venían incesantemente desde la pantalla. “Te quiero, cariño”. “Ya te echo de menos”. “Estoy deseando que vuelvas a casa”. “Allá donde esté, tú eres la mejor parte de mi vida”. Fue conmovedor y, por un momento, me sentí agradecido por esta oportunidad de ser testigo de un amor entre casados.
El wifi se cayó durante un rato, como pasa a menudo en los trenes Amtrak. Antes de restablecerse la conexión, sonó el móvil de la mujer. Era su marido. Ahora, por teléfono, los dos continuaron intercambiando expresiones breves y tiernas de su amor. “No olvides llamarme cuando aterrices”. “Ten cuidado”. “Te quiero”. Después de unos minutos, el wifi empezó a funcionar de nuevo. La mujer colgó y volvió a los mensajes.
Mientras continuaban los mensajes y el viaje a Philadelphia, me asaltó un pensamiento triste. ¿Es posible que yo fuera el único al tanto del amor de esta pareja? Seguramente los hijos y amigos de la pareja sabían de su lealtad y compromiso. Pero estos allegados, ¿eran conscientes del afecto y la ternura en los intercambios personales de esta pareja, además de la juventud que todavía imbuía su romance ya maduro? Sin duda lo sabrían, como yo lo sé ahora. Era lo más probable. Pero, ¿cómo? ¿Leerían los mismos mensajes que yo estaba leyendo? Quizás no, me pareció.
Mientras reflexionaba sobre el carácter fugaz del mensaje de texto, recordé una historia que hace poco me contó un amigo. Él y sus hermanos habían descubierto las cartas de amor que se intercambiaban sus abuelos durante su compromiso. Para mi amigo, estas cartas abrían una ventana nueva a aspectos desconocidos de su historia familiar.
Conocía el amor que se tenían su abuelo y su abuela, pero no sabía nada de la profundidad de su afecto o de la sofisticación en la expresión de ese afecto. Con apenas 20 años, sus abuelos se escribían casi en poesía, en honda reflexión sobre la vida y el matrimonio, el mundo y los niños, y sobre el futuro lleno de incertidumbres.
En concreto, cada uno escribía sobre el otro compartiendo sus pensamientos, esperanzas y sueños respecto a su pareja. Compartían sus miedos también, pero con una confianza en la providencia rara hoy en día.
“Pensé de nuevo en la mujer mayor de mi asiento contiguo. ¿Se habrían escrito alguna vez ella y su marido? ¿Conservarían sus cartas?”.
Estas cartas enseñaron mucho a mi amigo sobre la vida y la cultura en la Europa de finales del siglo XIX, donde se criaron sus padres antes de que la guerra asolara su tierra natal, pero lo que es más importante, las cartas le infundieron, años después de la muerte de sus abuelos, el sentido real y revitalizante de que él, sus hermanos y sus padres nacieron todos de una unión de amor profundo y tierno.
Al recordar esta historia, pensé de nuevo en la señora mayor de mi asiento contiguo. ¿Se habrían escrito alguna vez ella y su marido? ¿Conservarían sus cartas? Confiaba esperanzado que así fuera. Quería que sus hijos y nietos descubrieran algún día aunque fuera una pequeña muestra del amor que yo acababa de vislumbrar.
¿Amas a tu cónyuge? Díselo en cartas. Conserven esas cartas. Vuelvan sobre ellas en los aniversarios y en otras celebraciones familiares. Escóndanlas, pero en lugares donde puedan ser encontradas. Algún día, después de que tú y tu cónyuge hayan partido hacia la casa del Señor, sus hijos y nietos encontrarán sus cartas y se beneficiarán de su lectura. Aprenderán detalles de su vida antes desconocidos, pero lo que es más importante, aprenderán más del amor del cual nacieron.