Alguien que se enfrenta a una enfermedad terminal –o que contempla cómo un ser querido sufre diariamente por una enfermedad incurable–, puede tener la sensación de que la prohibición de la Iglesia del suicidio asistido únicamente obliga a las personas a soportar un dolor innecesario.
En realidad, la Iglesia percibe dos cosas:
La primera es la profunda verdad de que la vida es un regalo del Padre. Y ninguna cantidad de sufrimiento puede arrebatar esta dignidad y belleza inherentes.
La segunda es el conocimiento de que, aunque la vida no debería ser arrebatada por nuestra mano ni por la de otros, no estamos obligados a prolongarla a toda costa. Sobre todo si se puede considerar racionalmente que el cuidado recibido sería "desproporcionado" con respecto a los beneficios.
El suicidio no es la solución, estas son las razones
Según el Catecismo de la Iglesia Católica, el suicidio de cualquier tipo está prohibido porque nuestras vidas no son de nuestra propiedad. Como Dador de toda vida, solo Dios tiene la autoridad para arrebatar el regalo que es cualquier vida humana.
El suicidio ignora la realidad de este don y
— toma propiedad engañosa de unas vidas que de la que somos administradores (CIC 2280), y también
— “ofende también al amor del prójimo porque rompe injustamente los lazos de solidaridad con las sociedades familiar, nacional y humana con las cuales estamos obligados” (CIC 2281).
La Iglesia, por tanto, contempla que, al cometer suicidio, un individuo no solo daña la relación entre sí mismo y el Padre celestial. También corta los vínculos sociales que nos unen aquí en este mundo.
De esta forma, una madre y esposa que comete suicidio arrebata a sus hijos el derecho natural a tener a su madre. Y a su marido el derecho sacramental de tener a su esposa.
Tampoco la "atención desproporcionada"
Sin embargo, el conocimiento de la santidad de la vida y el reconocimiento de la vida como un don divino no significan que la vida deba ser prolongada a cualquier precio.
La Iglesia católica hace mucho que reconoce esto. Por eso nadie está obligado a recibir una atención considerada desproporcionadamente onerosa con respecto a los beneficios esperados. Incluso si esa atención pudiera potencialmente prolongar la vida del paciente.
Este concepto deriva de una larga tradición de cuidados sanitarios católicos que distinguen entre lo que solían llamarse cuidados “ordinarios / extraordinarios”, a los que ahora nos referimos como cuidados “proporcionados / desproporcionados”.
Depende del caso
Para ilustrar estos conceptos, consideremos el ejemplo de un médico que reflexiona sobre si emplear un mismo tratamiento para dos pacientes muy diferentes.
La primera paciente, que en general está sana, es una mujer embarazada que padece la complicación de una hiperémesis gravídica: náuseas y vómitos durante el embarazo que causan pérdida de peso y deshidratación.
En el caso de esta paciente, la nutrición y la hidratación artificiales (NHA) se consideran con toda probabilidad un cuidado “proporcionado”. Porque la carga (ya sea dolor, incomodidad, riesgo, etc.) asociada al tratamiento es más que razonable para justificar el beneficio del mismo, es decir, preservar las vidas de una mujer por lo demás sana y de su hijo no nato.
El segundo paciente es un hombre de avanzada edad que sufre las etapas finales de un cáncer terminal de pulmón, que ha perdido el apetito y la capacidad de alimentarse por sí mismo y cuya sonda de alimentación PEG genera constantemente infecciones peligrosas en su lugar de aplicación.
Para este paciente, la NHA podría ser considerada una atención “desproporcionada”. Porque el beneficio que ofrece ya no es suficiente como para justificar la carga de las graves complicaciones que causa.
Hay que señalar que para ambos pacientes el mismo tratamiento podría considerarse “proporcionado” o “desproporcionado” en base a una serie de observaciones médicas relevantes.
El médico juicioso podría, por tanto, llegar a una decisión justificada al sugerir la interrupción de la NHA para el segundo paciente mientras que defiende la continuación de la NHA para el primero.
Auténtica compasión
La Iglesia nunca exigiría a ningún paciente que se exponga a las complicaciones de un tratamiento desproporcionado en relación con los beneficios (como podría ser el caso del segundo paciente descrito). Igualmente tampoco ofrecería la opción falsamente calificada de “digna” del suicidio asistido.
En lugar de eso, la Iglesia abogaría por que se ofreciera al paciente auténtica compasión (compati, que en latín significa “sufrir con el que sufre”). Ello implicará el suministro de un tratamiento adecuado del dolor y/o cuidados paliativos en los días y las horas finales en esta tierra.
La Iglesia apoya la aproximación dual que supone el tratamiento del dolor más los cuidados paliativos. Precisamente porque ambas prácticas promueven el objetivo de afirmación de la vida al “eliminar el dolor, no al paciente” y pueden conducir a una mejoría significativa de la calidad de vida para los pacientes y sus cuidadores.
Dignidad, vida, don, amor, Dios
Así pues, en el ejemplo del segundo paciente, vemos que la Iglesia no condena a nadie al sufrimiento ni a una muerte sin “dignidad”.
Promover el suicidio asistido supondría ignorar la realidad de lo que significa ser un ser humano, imbuido de la dignidad derivada de una vida entregada por nuestro Creador, recibida por Él en un momento de Su elección.
Este es parte del razonamiento de la Iglesia que motiva su continua prohibición del suicidio asistido.
Y los católicos pueden estar seguros de que es un razonamiento bañado de amor, de principio a fin. Y reforzado por una visión más profunda del sufrimiento de la que nuestra cultura tiene por costumbre considerar.