Christopher Hartley, misionero español hace un desgarrador relato sobre el drama de los refugiados en Etiopía
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El Padre Christopher Hartley es un sacerdote misionero. Se hizo mundialmente conocido por su labor con los trabajadores haitianos de caña de azúcar en la República Dominicana entre 1997 y 2006. Durante 13 años sirvió a la comunidad hispana en El Bronx, Nueva York y ha trabajado durante muchos años con Madre Teresa de Calcuta. En su periplo misionero y buscando siempre ayudar a los más pobres ahora ejerce su ministerio en Etiopía.
Desde allí suele mandar cartas en las que muestra la realidad que está viviendo. En la de este mes, titulada “Halimo” muestra la dura realidad que viven los refugiados somalí que llegan a Gode (Etiopía). Una carta que publicamos íntegra, para no quitar un ápice de su desgarrador testimonio:
Halimo
El título de esta carta no es una errata ni un error tipográfico.
Es el nombre de una mujer.
Halimo es una de los cientos de refugiados que llegó a Gode en diciembre de 2015, de quienes os hablé en las dos cartas anteriores.
Era madre de familia, tenía cinco hijos pequeños. Cuando nos la encontramos en el campamento a las afueras de Gode estaba recostada sobre una estera, debajo de unas ramas; jadeaba pesadamente; la mirada vidriosa; el sol achicharraba a más de 40oC y apenas tenía unas telas y harapos sujetados con unas ramas para guarecerse.
A su alrededor estaban acurrucados sus hijos, asustados, hambrientos, sedientos, los labios resecos y resquebrajados.
Era una más, en un océano de desoladora miseria, pero nos llamó la atención la gravedad de su situación; por tanto, la llevamos al hospitalillo de Gode donde le realizaron pruebas diversas. Amén de muchos otros males que le aquejaban, el diagnostico fundamental fue tajante; Halimo padecía el grado más terminal de tuberculosis.
Los médicos se asustaron y nos propusieron como solución, que nosotros nos comprometiéramos a ir todas las mañanas a su choza a las afueras de Gode para darle unos medicamentos potentísimos como último recurso para salvarle la vida. Yo dije que sí y me hice personalmente responsable de llevarle todas las mañanas las medicinas.
Y así fue. Cada mañana me levantaba a las 4:50 am y después de una hora larga de adoración silenciosa en la exposición del Santísimo y la oración de laudes, celebrábamos la Santa Misa a las 6:30 am. Tras un rápido desayuno, marchaba inmediatamente al campamento en búsqueda de la chocita de Halimo. Me tenía que agachar, casi en cuclillas, para entrar por el estrechísimo boquete. Allí estaba, acostada sobre un sucísimo jergón. Yo la ayudaba a incorporarse, estremecía ver si cuerpo esquelético y sentir cada costilla en la palma de mi mano, sujetándola por la espalda.
Al pasear la mirada furtivamente, me di cuenta que, en su chocita, de menos de dos metros de diámetro, no había nada.
Nada.
No había ningún tipo de objetos, apenas una pequeña olla mugrienta y un viejo envase de aceite vacío, para llevar la sucísima agua del río.
Sentada sobre su colchoneta, sujetándola por la espalda, le administraba sus medicamentos. Trataba de llevarla algún plátano o pedazo de pan para que las medicinas, que le caían en el estómago como perdigonadas de cianuro, no le hiciesen tanto daño.
Una mañana, al llegar para darle la medicina como siempre, le pregunté: “Halimo ¿Has comido algo esta mañana?”
Me contestó: “No”
“¿Por qué?”
“Porque ha empezado el Ramadán”
Se tomó la medicina con el último sorbo de agua de río, que más parecía Colacao que agua, y vi el gesto de dolor al ingerir el medicamento. Esto se repitió igual en los días sucesivos. La medicina era fuertísima y ella pasaba el día completo sin comer desde la salida del sol hasta el atardecer.
Hasta que se me ocurrió ir a hablar con el Sheck del poblado (líder religioso) para que le explicara que, en sus circunstancias, en un estado tan avanzado de tuberculosis y con unos medicamentos tan fuertes, si no comía algo antes de tomarse la medicina, se iba a morir e iba a dejar cinco niños pequeños huérfanos. Él hombre aceptó y fuimos juntos a explicárselo a Halimo.
Al día siguiente, cuando ya estaba amaneciendo, llegué al campamento de refugiados, me bajé del vehículo, estaba diluviado y las riadas de fango corrían por dentro de la choza igual que por fuera. Era desolador el espectáculo. Los niños arremolinados junto a su madre. Todos empapados con las telitas de sus mugrientos vestidos adheridos a la piel.
Pensaba: “Si tuviera una casita me los llevaría a todos a vivir conmigo”. Le pregunté: “Halimo ¿Has comido algo?
Con la mirada baja y la lluvia escurriéndose por los mechones de pelo que le sobresalían del velo, me respondió:
“No”
Me sentía lleno de irá, de impotencia, y le comencé a sermonear que no podía seguir los dictados de su religión así cuando estaba poniendo en peligro su vida, además le recordé lo que había dicho el jefe de la mezquita. Después de mucho recriminarla, se me ocurrió preguntar:
“¿Por qué no has comido algo?”
Se me quedó mirando fijamente con una mirada que llevaba la muerte escrita en los ojos, me dijo:
“No he comido, no porque sea Ramadán, no he comido, porque no tenemos nada que comer, la lluvia ha estropeado el poco de harina de maíz que nos quedaba”
Ahí estaba yo -sumergido en un inmenso mar de impotencia- en medio de ese descampado con los zapatos y el bajo de los pantalones encharcados de fango, sin saber qué hacer, ni qué decir, ni qué pensar…
Bueno, pensar, si sabía lo que pensaba. Pensaba…
“Si tuviera una casita me los llevaba a todos a vivir conmigo”.
Pasó el tiempo y parecía que Halimo se había recuperado un poco, llevaba casi ocho meses en ese campamento de refugiados. Más que viviendo, sobreviviendo o malviviendo.
En octubre del año pasado tuve que viajar a Jijiga y una mañana me llamó la hermana alarmada desde Gode. Me informó que, en la madrugada, habían llegado por sorpresa seis camiones militares gigantescos del gobierno federal y se habían llevado a la fuerza a todos los refugiados que llevaban meses acampados a la orilla de Gode.
Nadie sabía dónde.
Fue un golpe terrible para nosotros, tantos esfuerzos, tanto trabajo… Habíamos construido, con la ayuda de todos vosotros una escuelita para trescientos niños y un dispensario médico. Ahí quedaba nuestra escuelita, abandonada en medio de un mar de chabolas deshabitadas.
Pasaban los días y yo no me podía quitar a esas gentes de la cabeza; eran mis amigos, era el pequeño rebaño que el Buen Dios me había encomendado pastorear.
Hasta que un día, viajando de Jijiga a Harar – a casi mil kilómetros de Gode – vi en la ladera de la montaña un gigantesco campamento, mil veces más grande que el que se habían llevado a la fuerza de Gode.
Se lo conté a nuestro obispo y me dijo que él estaba dispuesto a venir con nosotros a visitarlos. Y así fue.
Fue una visita para la historia. El obispo estaba impresionadísimo. Impresionadísimo, no sólo por la magnitud de la miseria (nos dijeron los oficiales que había más de cuatro mil familias allí refugiadas).
Todos eran de etnia oromo. Las fuerzas de seguridad del estado los habían reunido como una cuadrilla de vaqueros reúne una manada de vacas. Rodeados de militares armados, tenían prohibido salir del campamento. Cientos y cientos de hombres, mujeres y niños se arremolinaban a nuestro alrededor. Era una visita breve y era la hora de marchar.
En ese momento la hermana que venía caminado detrás, lejos de mí, me grita: “ ¡Padre, padre, mire!”
Y de repente, ahí, rodeado de una multitud incontable y bullangera, me veo frente a frente con… ¡Halimo!
No me lo podía creer. En contra de todas sus costumbres y normas de comportamiento, me abrazó, me besaba la mano, una dos, tres, no sabría decir la cantidad incontable de veces que me besó la mano.
Y ahí estaba yo, aguantándome las lágrimas como un hombre. Nunca pensé que encontrarme con una pobre mujer somalí, musulmana, me iba a dar tanta alegría.
¡Qué cosas tiene el Buen Dios! ¡Cuán misteriosos son sus caminos!
El obispo -impresionadísimo- lo observaba a todo.
Volvimos a Gode a reventar de alegría. Allí, al salir del campamento, nos despedimos del obispo y de los sacerdotes que le acompañaban. Él regresaba a Harar y nosotros a nuestra misión. Las palabras del obispo al despedirnos, no pudieron ser más reconfortantes y alentadoras:
“No te preocupes, Christopher, a partir de este momento, estos refugiados quedan bajo muy cuidado y responsabilidad”.
Para ayudar al Padre Christopher:
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