La Iglesia la considera una forma de caridad, siempre que se salvaguarde la vida y dignidad del donante Por Justo Aznar y Julio Tudela, Observatorio de Bioética, Universidad Católica de Valencia
El pasado 17 de febrero se publicó en el diario español El País un artículo titulado “Trasplantes parados en nombre de Dios”, en el que el doctor Rafael Matesanz, coordinador de la Organización Nacional de Trasplantes de España, afirmaba que la Iglesia Católica, con su doctrina, puede frenar los trasplantes de órganos y que “incluso hoy la Iglesia Católica sigue presionando para impedir algunos tipos de trasplantes en países como Italia y Polonia”.
Y sigue afirmando: “yo fui durante tres años asesor de trasplantes en la Toscana y allí se nota la influencia del Vaticano en Italia, pues no han conseguido introducir la donación por parada cardiaca por presiones de la Iglesia Católica”. Estas manifestaciones sustentan un mensaje, no tan subliminal, de que la iglesia Católica puede estar frenando la donación de órganos para trasplantes.
¿Pero cuál es la realidad de los hechos en relación con la doctrina de la Iglesia Católica sobre la donación de órganos?
Muerte neurológica de un paciente o muerte cerebral
Fue en 1956 cuando se publicaron los primeros casos de pacientes, asistidos en cuidados intensivos y ventilados artificialmente, en los que se manifestaba un cese completo de la actividad cerebral, lo que condujo a la necesidad de determinar los criterios clínicos para definir la muerte neurológica de un paciente, evitando así la futilidad terapéutica en este tipo de pacientes, a la vez que se definía el momento en el que se pudiera llevar a cabo la extracción de sus órganos para donaciones.
Sin embargo, no fue hasta el año 1957 cuando se empezaron a definir los primeros criterios éticos a seguir con esta práctica.
Al parecer el primero en plantear dicha necesidad fue el doctor Bruno Hide, que durante un Congreso de anestesiología celebrado en Roma en ese año, animó al Papa Pío XII a que se definiera sobre varias cuestiones bioéticas hasta entonces no muy bien definidas. Una de ellas era la determinación del momento de la muerte de un paciente y en qué medida este criterio clínico podría influir moralmente en la obtención de órganos para trasplantes.
Pío XII contestó que, aunque el problema de la determinación de la muerte de un paciente trasciende a lo meramente clínico, la decisión de establecer el criterio de la muerte de un paciente que aun respira, pero en estado de inconsciencia “depende solamente de los médicos y en particular de los anestesiólogos. Es decir la respuesta no puede fundamentarse en ningún principio religioso ni moral, por lo que en este sentido no es competencia de la Iglesia, sino que es un problema estrictamente médico”.
Se podría decir que ya la Iglesia, en aquel momento, lo único que exigía era un total respeto a la dignidad de la persona en esa concreta situación clínica.
Sin embargo, no fue hasta el año 1968 cuando un Comité de la “Harvard Medical School”, dirigido por el profesor Henry Beecher, definió los criterios para definir la muerte de un paciente basándose en criterios neurológicos (JAMA 205; 337-340, 1968). El establecer dicho criterio iba dirigido fundamentalmente a dos objetivos, uno era evitar la futilidad terapéutica de pacientes con daño cerebral irreversible ingresados en cuidados intensivos y otro el que los pacientes que cumplían dichos criterios pudieran convertirse en donantes de órganos.
En relación con la conducta de la Iglesia acerca de estas prácticas, parece de interés resaltar, que la única referencia bibliográfica incluida en dicho Informe fue el discurso de 1957 del Papa Pío XII.
Desde las declaraciones de Pío XII en 1957 no se publicó ningún otro documento Papal o del Magisterio eclesiástico, que se refiriera a la definición de los criterios de muerte de un paciente, hasta 1986 año en el que, con motivo de los intentos en varios países de legalizar la eutanasia, se solicitó a la Pontificia Academia de las Ciencias un Informe sobre los aspectos clínicos y morales de la muerte cerebral.
La Academia publicó un documento en el que se definía que una persona está muerta “cuando ha padecido una pérdida irreversible de coordinación de sus funciones físicas”, es decir, “que la muerte se produce cuando: a) las funciones espontaneas del corazón y la respiración han cesado definitivamente y b) cuando se ha comprobado la cesación irreversible de todas las funciones cerebrales, concluyendo que “la muerte cerebral es el verdadero criterio de muerte, pues la parada definitiva de las funciones respiratorias conducen a la muerte cerebral”.
En 1989, un segundo Informe, de esta misma Academia, sobre este mismo tema, confirmó las anteriores conclusiones. De todas formas conviene señalar que, aunque las opiniones de la Pontificia Academia de las Ciencias no representan la opinión de la Iglesia, estos dos documentos aportan suficiente información para que aquellos que deseen formular un juicio moral sobre estos hechos lo puedan hacer, además de apoyar lo afirmado por Pio XII en 1957.
Pero nos parece que un documento que explicita el criterio de la Iglesia Católica sobre la donación de órganos, es el discurso de Benedicto XVI a los participantes en un Congreso Internacional sobre la donación de órganos, organizado por la Academia Pontificia para la Vida, en el que el Papa realizaba las manifestaciones que reproducimos a continuación:
“La donación de órganos es una forma peculiar de testimonio de la caridad. En un tiempo como el nuestro, con frecuencia marcado por diferentes formas de egoísmo, es cada vez más urgente comprender cuán determinante es para una correcta concepción de la vida entrar en la lógica de la gratuidad”.
“Los trasplantes de tejidos y de órganos constituyen una gran conquista de la ciencia médica y son ciertamente un signo de esperanza para muchas personas que atraviesan graves y a veces extremas situaciones clínicas”.
“Si extendemos nuestra mirada al mundo entero, es fácil constatar los numerosos y complejos casos en los que, gracias a la técnica del trasplante de órganos, muchas personas han superado fases sumamente críticas y han recuperado la alegría de vivir. Esto nunca hubiera podido suceder si el compromiso de los médicos y la competencia de los investigadores no hubieran podido contar con la generosidad y el altruismo de quienes han donado sus órganos”.
“Es útil, sobre todo en el contexto actual, volver a reflexionar en esta conquista de la ciencia, para que la multiplicación de las peticiones de trasplantes no altere los principios éticos que constituyen su fundamento. Como dije en mi primera encíclica, el cuerpo nunca podrá ser considerado como un mero objeto (cf. Deus caritas est, 5); de lo contrario, se impondría la lógica del mercado”.
“Por lo que se refiere a la técnica del trasplante de órganos, esto significa que sólo se puede donar si no se pone en serio peligro la propia salud y la propia identidad, y siempre por un motivo moralmente válido y proporcionado”.
“Con frecuencia, la técnica del trasplante de órganos se realiza por un gesto de total gratuidad por parte de los familiares de pacientes cuya muerte se ha certificado. En estos casos, el consentimiento informado es condición previa de libertad para que el trasplante se considere un don y no se interprete como un acto coercitivo o de abuso. En cualquier caso, es útil recordar que los órganos vitales sólo pueden extraerse de un cadáver (ex cadavere), el cual, por lo demás, posee una dignidad propia que se debe respetar”.
“La ciencia, en estos años, ha hecho progresos ulteriores en la constatación de la muerte del paciente. Conviene, por tanto, que los resultados alcanzados reciban el consenso de toda la comunidad científica para favorecer la búsqueda de soluciones que den certeza a todos. En un ámbito como éste no puede existir la mínima sospecha de arbitrio y, cuando no se haya alcanzado todavía la certeza, debe prevalecer el principio de precaución”.
“En estos casos, desde luego, debe regir como criterio principal el respeto a la vida del donante, de modo que la extracción de órganos sólo tenga lugar tras haber constatado su muerte real (cf. Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, n. 476)”. Hasta aquí lo manifestado por Benedicto XVI.
Sostener por tanto que la Iglesia católica desaprueba la muerte encefálica como muerte de la persona y que esta actitud puede generar una disminución de la donación de órganos para trasplantes, como, a nuestro juicio infundadamente, se manifestaba en el artículo de El País comentado al principio de este Informe, supone no reconocer las declaraciones de la Iglesia Católica en esta materia, siempre favorables a la donación de órganos, aunque siempre siguiendo criterios científicos que garanticen la muerte encefálica global del paciente.
Salvaguardar el derecho a la vida de todo ser humano no es ir contra el progreso, al contrario, atentar contra él es la más regresiva de las actitudes posibles.
Justo Aznar y Julio Tudela
Universidad Católica de Valencia