Eso es lo más importante: no hacerlo todo bien, sino hacerlo con amor
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La santidad de la vida diaria parece algo sencillo, algo de andar por casa. Tan fácil como hacer siempre lo que Dios quiere, vivir como Él me pide, cada día, cada hora. No sé si es tan fácil a la larga, la verdad.
Sé que ser santo no es hacerlo todo bien, ni ser perfecto. Lo comprendo con la cabeza, lo tengo claro como idea. Estoy de acuerdo y lo compruebo cada vez que anhelo una perfección que nunca logro.
Pero el corazón me traiciona. Si fallo me siento poco santo, me alejo de Dios, me escondo. Me veo sucio y mezquino. Debe ser que en el fondo del alma no acabo de creer en su misericordia.
Como si tratara de hacerlo todo bien, contentando a todos, contentando a Dios, para lograr tocar una meta que nunca alcanzo.
En realidad, no me siento santo. Y yo quiero ser santo en el fondo del alma. No por aparecer en el recuerdo de tantos. Como aquel que escribe en su cuaderno personal esperando que algún día alguien lea sus reflexiones y las guarde como un tesoro espiritual. No, quiero ser santo porque quiero amar y quiero ser amado.
Dice san Juan de la Cruz: “En el ocaso de nuestras vidas, seremos juzgados en el amor”. Eso es lo más importante. No hacerlo todo bien, sino hacerlo con amor. Mi santidad tiene que ver con el amor. No con una vida sin tacha.
Quiero ser santo, pero no como si al serlo recibiera un premio merecido por mis esfuerzos, un pago equivalente en justicia al esfuerzo realizado. No es esa la santidad que sueño. No, deseo una santidad que me haga amar más, una santidad que sea una obra de arte de Dios en mí.
Una santidad que me permita tocar más el amor de Dios, abismarme en la hondura de su alma. Ser cauce que lleve las aguas de su misericordia, reflejo pálido de la luz de su amor.
Me atrae la idea de saberme amado profundamente por Dios siempre y querer amarlo siempre a Él con todo mi corazón.
Decía la misionera Victoria Braquehais: “Todos necesitamos saber que somos amados. Eso es lo que nos hace felices. Amados de forma personal”. Es verdad. Necesito saberme amado en mi pequeñez. Es la verdadera santidad, lo sé, lo entiendo.
Amar y ser amado. Es lo que de verdad me hará feliz y lograré que otros sean felices. Porque esa es la pregunta. ¿Qué necesita el que está cerca de mí para ser más feliz? ¿Qué tengo que cambiar yo para que los que me rodean sean más felices?
La santidad entonces deja de ser un camino de autosantificación, para convertirse en una vida de servicio, de entrega. Amar y ser amados. Parece tan sencillo y me encuentro tan lejos.
En el fondo de mi ser lucho como un esclavo por hacerlo todo bien, por cumplir expectativas, por responder a lo que la vida parece pedirme. Me doy cuenta de que ese no es el camino. Una perfección que no logro. Un cumplimiento que no siempre me resulta.
Quisiera aprender a tratar a todos con misericordia. En eso consiste la verdadera santidad. En amar bien a cada uno, sin distinciones, en todo momento, en toda circunstancia. Y no consiste en poner el acento en mi propio yo, en mi esfuerzo, en mi lucha diaria.
A veces el nombre “santidad de la vida diaria” me evoca esa lucha denodada por tocar la cumbre más alta cada día. Y puede ser entonces que me olvide de lo más importante: la santidad que Dios me pide no consiste en ser perfecto. La santidad es otra cosa.
Más bien la santidad es tocar mi pequeñez con alegría. Conmoverme al verme débil y alegrarme de ese amor de Dios que me sostiene. Y entonces darle a Dios mi sí, frágil, débil, pronunciado de rodillas.
Mi sí a mi pequeñez, cuando no puedo y caigo, cuando no avanzo y no logro lo que sueño. Decirle a Dios que sí, que le quiero hoy, aquí y ahora, en las circunstancias que me tocan vivir hoy, en el presente. Ese sí que le repito a Jesús a cada paso.
Le digo que le quiero, que le sigo, que le necesito. Le digo que no puedo caminar sin su fuerza porque mi santidad no se construye a base de golpes de pecho.
Se construye cuando me dejo hacer. Cuando camino tratando de dar más, de amar más. Intentando sembrar esperanza. Preocupado más de los demás que de mí mismo. Sabiendo que Dios me hace nuevo cuando yo me dejo hacer. Y construye conmigo cuando me dejo utilizar por Él.