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Series TV: El silencio de Hannibal

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Antonio Rentero - publicado el 04/09/15

Jugando con la seducción del mal....

Esta semana ha concluido en Estados Unidos de América la tercera (y por el momento última) temporada de la serie televisiva “Hannibal”.

Por cuestiones de derechos de autor sobre las novelas de Thomas Harris sobre el doctor Lecter la historia no podía avanzar más allá del primer caso que llegó a la literatura y paradójicamente el primero en ser llevado al cine… y el único que ha tenido dos versiones.

“El dragón rojo”, publicado en 1981, fue llevado inicialmente al cine por Michael Mann (“Ali”, ) bajo el título de “Manhunter” en 1986, con Brian Cox (Agamenón en la película “Troya” de 2004) como doctor Hannibal Lecktor (no hay errata, en la película se le cambió el apellido de esa forma tan curiosa) y con William Petersen (Grissom en “C.S.I. Las Vegas”) como el agente Will Graham. Posteriormente, y tras “acabarse” las novelas sobre el personaje escritas por Harris con el personaje de Lecter ya inmortalizado por Anthony Hopkins pudo llegarse a un acuerdo en 2002 para adaptar de la mano del siempre eficiente Brett Ratner “El dragón rojo” y volver a contarnos la misma historia pero con Hopkins como Lecter… y con un estilo bastante más sobrio e intemporal que el del anterior intento, puesto que cuando Mann dirigió su versión estaba en plena etapa como productor de la serie “Corrupción en Miami”… y eso se nota. Demasiado.

Entre “Manhunter” y “El dragón rojo” nació la atracción por el personaje de Lecter gracias al innegable fenómeno que fue “El silencio de los corderos” (Jonathan Demme, 1991), alargado una década más tarde con la película “Hannibal” (Ridley Scott, 2001) que adaptaba la novela homónima, penúltima de una saga que Harris continuaría con “Hannibal Rising”, que también llegaría al cine en 2007 pero ya con mucho menor éxito.

A esas alturas y a falta de que Harris escribiese alguna nueva novela (no perdamos la esperanza) la gran esperanza de continuar conociendo a este exquisito psiquiatra sociópata y refinado era la televisión. Ha dado tiempo a que como dicen algunos “la tele es el nuevo cine” y las series de televisión permitan ampliar la historia que en una sala de cine nos despacharían en como mucho tres horas. La pequeña pantalla en el último lustro ha conocido una época dorada, con series que se han convertido en fenómenos de masas.

En el caso de “Hannibal” (la serie) es justo reconocer que ha gozado de una legión de fieles, aunque no los suficientes como para que a esta tercera (y última) temporada le siguiese alguna más. Queda por despejar la incógnita de si se logrará un colofón cinematográfico. Pero ¿qué nos atrae de Lecter?

En el caso del personaje tal y como lo encarnó Anthony Hopkins queda claro que en “El silencio de los corderos” voz y mirada resultaron extremadamente seductores, por no hablar de que dentro de la truculencia y la deriva mugrienta del sótano del desquiciado y amanerado “Buffalo Bill” la sobriedad, la parsimonia y la elegancia del doctor, así como su profundo control de la situación conseguían meterse en el bolsillo al espectador que hasta consideraba seriamente las posibilidades de que fuese delicioso comer partes de un semejante… eso sí, acompañado de habas y un chianti.

Mads Mikkelsen ha logrado hacer suyo al personaje de modo magistral en la serie televisiva ampliando ese repertorio de refinamiento, distinción y sofisticación que han encontrado la complicidad del creador de estas tres temporadas, Bryan Fuller, quien ha sabido orquestar un ecosistema lecteriano con el empaque de una revista de moda y estilo de ambientación barroca. Lo recargado de algunos decorados, lo dieciochesco de algunas piezas de mobiliario, lo opresivo de ciertas combinaciones de vestuario que a los simples mortales nos hacen sentir incómodos sólo con verlo sobre el actor y nos consideramos incapaces de lucirlos con el garbo y soltura de quienes aparecen en pantalla… todo nos lleva a dejarnos llevar por ese arrebato que en pantalla semeja bodegones y naturalezas muertas por las que transitan pasiones inconfesables y crímenes repulsivos. Y aun así el espectador quiere más.

Es la seducción pura de la maldad, como puede ver quien se deleite con estas tres temporadas, al asistir a ese espectáculo en que consiste el sucesivo derrumbamiento de límites y fronteras morales (si es que alguna vez los hubo) en Lecter. Pero como a su alrededor no encontramos sino hermosa decadencia, como no nos vemos abocados a un insondable abismo de repulsión y degeneración sucia y maloliente, sino que suena bella música de fondo, la deglución de partes procedentes de seres humanos se orquesta como si de la mayor exquisitez culinaria se tratase (y probablemente en realidad la carne humana no sea realmente tan deliciosa) se queda uno prendado de la mentira que rodea al acto de acabar con una vida humana por el puro placer de que el personaje en pantalla, culmen de la exquisitez, parece deleitado con el sublime sabor de unas mollejas humanas.

En el fondo podríamos llevar la comparación al extremo: “Hannibal” no deja de ser como la lucha libre americana: visualmente espectacular, puesta en escena antológica, pero todo mentira y todo vacío afortunadamente porque tanto tiene de lamentable disfrutar con dos semejantes dándose una paliza (incluyendo golpes con una silla plegable) ante miles de rugientes espectadores como admirar a quien debería curar la mente enferma de los demás y en su lugar se dedica a investigar en antiguos manuales de cocina cómo hornear mejor riñones humanos de alguien a quien le quita la vida sólo por el placer de darse una cena.

Hay música para todos los gustos y espectáculos para todos los gustos. Si equiparamos la lucha libre americana a un concierto de rock duro la serie “Hannibal” sería (inevitablemente) las variaciones Goldberg de Bach interpretadas por Glenn Gould (ya queda al gusto de cada cual si la versión 1955 o la 1981). Así que resulta predecible que sí, que, si no este año el que viene y si no dentro de cinco o de diez, seguiremos teniendo Hannibal Lecter en cine o televisión.

No puede ser de otra forma dado el morbo de lo prohibido, el gusto por cruzar esa última frontera que resulta de acabar con la vida de un semejante y degustar su carne de forma exquisita. Más tarde o más temprano habrá que dar su ración a los selectos paladares que disfrutan con la recreación ficcionada de lo que de suceder en la vida real nos resultaría insoportable. Pero por fortuna todo queda en ello: en ser espectadores. Lo preocupante sería siempre dar el siguiente paso, caer en la seducción y convertirse en actor.

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