Si los mercaderes hacen política, ésta ya no puede ser independiente, ni libre, ni autónoma para perseguir el bien común
Estas semanas están siendo muy convulsas para el pueblo griego. Tal como destacaba en el artículo anterior, Grecia arrastra una precaria situación económica cuyos orígenes se imbrican en la propia creación de la zona euro, cuando se maquillaron los datos macroeconómicos para cumplir los criterios de convergencia; en la generación de burbujas especulativas e ilusión monetaria en una unión monetaria más pensada para la libertad de movimiento del capital pero sin armonización fiscal ; y en un crecimiento no sustentado por avances en productividad sino a crédito que se refleja en una deuda pública inasumible de 177% del PIB griego.
Tras dos rescates financieros que no han tenido el resultado que vaticinaba el sistemáticamente errado Fondo Monetario Internacional, Grecia se ve sumida en una grave crisis de la cual es difícil vaticinar cuál va a ser su salida. Una economía con la mayor tasa de paro de Europa, con la mayor deuda pública respecto del Producto Interior Bruto y con una prima de riesgo que ronda los 1500 puntos, difícilmente da señales de recuperación. Y una economía sin pulso de recuperación, no sólo difícilmente puede devolver los créditos obtenidos; carece de credibilidad para conseguir nuevos.
No obstante, cuando alguien debe dinero tiene un problema, pero cuando debe muchísimo el problema principal lo tienen los acreedores. Por eso mismo, nos encontramos en plena negociación del tercer rescate. En los tira y afloja de la negociación, el Banco Central Europeo ha hecho gala de que el poder de negociación está de su lado y para demostrarlo ha cerrado el grifo de la liquidez con el consecuente “corralito”, el primero de la historia del euro. Así ha puesto de manifiesto que el destino de la economía griega no recae en su propia soberanía sino en las manos de quienes dirigen financieramente Europa.
Ante las exigencias de la Troika de mayores recortes sociales, Varoufakis, el ministro de finanzas, se levantó de las negociaciones y planteó un pulso en el orden de lo político, un referéndum. Tsipras el primer ministro griego convocó al pueblo heleno el 5 de julio frente a las urnas en un alarde de poner en valor su voz y su voto. Se apeló al orgullo y soberanía del pueblo griego frente al poder de las instituciones europeas y de los acreedores. En el referéndum se pedía al pueblo si estaban de acuerdo con las condiciones leoninas que se imponían para el tercer rescate. Tsipras se arrogó el papel de Leónidas para resistir al Gerges europeo haciéndole pasar por el desfiladero de las Termópilas. Durante un par de semanas, Europa contuvo la respiración. Pero sólo un par de semanas.
La cuna de la democracia, ante este referéndum se encontraba con sus propias raíces. En la Grecia antigua, los hombres libres comparecían en el ágora para tratar los temas que les concernían en común, para la administración ordenada y resolución de los problemas que planteaba la convivencia colectiva, la vida en la polis. Así pues, el ágora se constituía como el lugar por excelencia para hablar y tomar decisiones políticas.
Esa libertad, por aquel entonces erigida como estatus diferenciador y sin la consideración de universal, era garante de que aquellos que comparecían para tratar de política lo hacían de forma independiente y autónoma, sin más ataduras que la búsqueda del bien común.
De hecho, si bien se consideraba que lo constitutivo de lo humano comparecía en el desarrollo de actividades como la política, las artes, la cultura, la filosofía e incluso la guerra, el comercio y el negocio quedaban relegados a los esclavos, a aquellos que no eran libres, ni independientes, ni autónomos; a los que por su condición se les negaba el ocio, de ahí el término negocio. Mercadear era considerado peor que hacer la guerra; Aristóteles consideraba la crematística, a la que se entregaban los mercaderes, como actividad contranatura y deshumanizadora.