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Comer demasiado y como “compensación”: una enfermedad del alma

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Zac Alstin - publicado el 20/07/15
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Algo en nuestra relación con la comida está bastante equivocadoCuando pensamos en la epidemia de obesidad en Occidente, no se nos promueve a mirar el problema como un fracaso de la fuerza de voluntad personal, sino como el resultado de causas complejas que van desde el comportamiento infantil a la predisposición genética, con el agregado genérico del “estilo de vida”.

La consideración biológica de base por la cual la grasa es la acumulación de energía excedente indica una conexión fundamental entre la obesidad y el hecho de consumir más comida de la necesaria, pero la cuestión es a menudo distorsionada por una serie de incertidumbres: ¿no es acaso cierto que ciertas personas aumentan de peso más fácilmente que otras?

¿Algunos de nosotros no estamos determinados a nivel genético para acumular energía debido a las condiciones de los antepasados que morían de hambre? ¿No es verdad que ciertos alimentos distorsionan nuestro apetito, y que las dinámicas hormonales complican nuestra búsqueda de saciedad?

Puede ser verdad todo esto y mucho más: el campo de batalla entre apetito y control de peso es complejo y enrevesado.

¿No es quizá la correcta batalla para combatir?

Si las cuestiones sobre la fuerza de voluntad son consideradas pasos en falso en relación a la obesidad, imagínate cuándo será bien acogida la declaración de glotonería. La teoría de la gula podría, sin embargo, ofrecer una respuesta a la obesidad que circunda la interminable lucha entre nuestro apetito de comida y nuestro deseo de salud e integridad física.

Necesidad desesperada de satisfacción

El problema de la mayor parte de los enfoques de una dieta y la pérdida de peso es que en varios modos intentan decirnos cuándo podemos comer dulce. Las dietas son muchas y claramente variadas, pero lo que tienen en común es el intento de satisfacer el apetito más allá de disminuir el consumo global. Algunas dietas buscan controlar la cantidad total de alimento consumido, sin restricción a nivel de alimento permitido, a través de varias formas de cálculo de calorías.

Otras limitan los tipos de alimento, sin modificar la cantidad, por ejemplo dietas altamente proteicas que consideran a los carbohidratos el verdadero enemigo de la pérdida de peso y se basan en el poder de saciar de las comidas altamente proteicas para disminuir el apetito.

Estas dietas pueden funcionar para algunos, quizá sobre todo cuando sus estrechas normas o sus inusuales regímenes ayudan a romper hábitos alimenticios consolidados y a debilitar el apetito simplemente eliminando la “familiaridad”. La novedad de eliminar los alimentos a base de carbohidratos puede desafiar la relación con la comida, pero nuestro apetito es adaptable, y rápidamente encontraremos nuevos modos de satisfacerlos con otras comidas.

Para algunos de nosotros, la guerra entre el peso y el apetito debe ser una propuesta de “todo o nada”. Si tenemos que empezar una guerra, debe ser una guerra total, y el apetito no debe ser únicamente rechazado, sino derrotado. Tenemos no sólo que cambiar nuestros hábitos alimenticios, sino reconocer la discordia psicológica y espiritual fundamental en la base de una relación disfuncional con la comida.

Yo tuve sobrepeso durante toda la adolescencia y la adultez, y dos reflexiones amargas pero liberadoras hicieron la diferencia. La primera es que soy un hedonista, a nivel material. La comida ha sido una inmensa fuente de placer, diversión y satisfacción sensorial sin paliativos durante la mayor parte de mi vida, y cualquier deseo compensatorio de permanecer en forma y sano a través de combinaciones de dieta y ejercicio fue minado por la fascinación que ejerce el comer para mi.

Una disfunción espiritual

El hecho que el placer de comer actúe como vía de escape sorprendentemente rica y atractiva frente a la monotonía y la banalidad de la vida cotidiana me comprueba que la autoindulgencia era una disfunción no simplemente física, sino espiritual. Para alguien que pasa casi cada momento pensando en mil cosas, el disfrute sin complicaciones de alguna merienda apetitosa o de algún plato delicioso casero ofrece una especie de alivio pacífico de la vida. O, como escribió el monje ascético del siglo IV Juan Casiano, la mente, cuando es sofocada por el peso de la comida, no logra mantener la dirección y el gobierno de los pensamientos… sino el exceso de cualquier tipo de comida la vuelve débil e incierta, y la priva de todo su poder de contemplación pura y clara.

Reconocer la vía de escape representada por la comida ha derribado la ilusión de estar disfrutando simplemente mi comida. Estaba aprovechando la oportunidad de gratificar mi apetito, y al hacer esto llegué a un escape temporal pero total de cualquier problema, amenaza o cansancio que la vida me pudiera presentar.

¿Quizá es por eso que la gente a menudo rehúye de la realidad de tener sobrepeso? Muy pocas personas tienen la valentía de decir “Tengo sobrepeso porque como más de lo que necesito, como más de lo que me sirve porque el placer de hacerlo me distrae de otras preocupaciones, o más en general de la monotonía de la vida”. Una declaración del género implicaría un grado de autoconocimiento y honestidad que no se adapta al hedonismo de la evasión. Es difícil disfrutar un placer de evasión mientras se piensa en la realidad desconsoladora o desagradable de la que se está huyendo.

Tener sobrepeso es para mucha gente como una enfermedad misteriosa o una situación desafortunada que le sucedió simplemente mientras estaba ocupada haciendo otra cosa. En un cierto sentido es verdad: vuestro cuerpo ha adquirido peso mientras vuestra mente estaba perdida en los placeres del comer.

Negar el apetito

Si esta declaración de hedonismo de escape parece severa, Casiano habla del “vicio de la saciedad”, al citar las Escrituras observa que “la causa del derroche y el libertinaje de Sodoma no fue la borrachera de vino, sino la cantidad de pan” y se pregunta:

“¿Qué pensaríamos de aquellos que con un cuerpo vigoroso osan comer un poco de carne y vino sin freno, tomando no sólo lo que requiere su fragilidad corporal, sino lo que sugiere el gran deseo de la mente?”.

Y Casiano no es el único entre las autoridades espirituales que describe un abordaje intransigente de este tipo en relación al apetito de la comida y el deseo de saciedad. Confucio hace las mismas consideraciones partiendo de una perspectiva menos ascética:

“Quien desea ser un hombre de completa virtud no busca en la comida gratificar su apetito, ni busca en su morada los instrumentos del bienestar; es serio en lo que hace y está atento cuando habla; frecuenta hombres de principio de los cuales pueda ser corregido. De una persona del género se puede decir realmente que ama aprender”.

En un sentido más amplio, la práctica religiosa del ayuno es entendida típicamente no como un simple acto de sacrificio o ritual, sino como un esfuerzo ascético para disminuir el poder de nuestros apetitos. En términos sencillos, rehusarse a gratificar el apetito establece un precedente poderoso de cómo escogemos relacionarnos con nuestros deseos: sin crítica, de manera autoindulgente o con un objetivo a través de principios más elevados.

El disfrute es una elección

El reconocimiento de la evasión no es suficiente para cambiar los hábitos de una vida, aunque ofrezca el motivo para un cambio del género. Lo que hace la diferencia en términos de hábitos cotidianos es entender que el “disfrute de comer” no es una propiedad universal, fijada e irrefutable. Quien de nosotros come demasiado tiende a imaginar que ciertas personas son sólo mejores a resistirse a los propios apetitos. No pensamos nunca que ciertas personas simplemente no se divierten comiendo como nosotros.

El disfrute de nuestra comida preferida no es pasivo, sino activo; gozamos activamente de la comida, poniendo esfuerzo y cuidado en nuestra apreciación del gusto y la composición. Desarrollamos rituales, codiciamos la comida y nutrimos un deseo en relación a ella, valorando la anticipación y los particulares de las circunstancias como el sabor de la misma comida.

Algunos, sin embargo – y nosotros mismos cuando estamos enfermos o pesarosos -, simplemente no gozan de la comida a este nivel, y si nosotros no la gozáramos tanto no encontraríamos tanto placer en la dinámica de construir y luego saciar nuestro apetito.

Ahora ya cuando me dispongo a comer algo me pregunto si lo comería si no me divirtiera comer. Si el esfuerzo de comer superara el placer, ¿por qué comería más de lo que legítimamente es requerido? Estas preguntas nos pueden hacer entrar en la mente de una persona que no ama comer.

La dinámica del vicio

Sin disfrute, la comida pierde su valor de escape. ¿Qué hay de equivocado en nuestra vida que nos hace contar tanto con los placeres del paladar? No es de hecho una cuestión de censura o vergüenza, sino de conciencia de un problema físico y espiritual cada vez mayores.

La gula, finalmente, comporta tanto un escape de una realidad monótona o desagradable como un disfrute de la comida. Los dos aspectos están vinculados, y no podemos esperar someter nuestros apetitos sin enfrentar ambos aspectos del problema: la aversión de la que huimos y el falso consuelo hacia el cual nos sentimos atraídos.

Como cualquier otro vicio, la gula promete liberarnos de los problemas, incluso de aquellos de leve entidad como el aburrimiento y la tendencia a aplazar, pero la característica de los vicios es tal que no pueden ofrecer verdadera libertad o verdadero alivio – aplazan sólo el problema – magnificándolo y embelleciéndolo en el proceso.

Aquellos de nosotros que estamos afligidos por hábitos vinculados a la gula podemos pensar que la vida sin comer con indulgencia será aburrida e infeliz, pero comer de más no cambiará la esencia de nuestra vida, y refugiarse en los placeres de la comida no hace otra cosa que distraernos del verdadero desafío de la vida misma. Si la vida sin autoindulgencia parece decepcionante o pesada, entonces nuestra tendencia a huir gracias a la comida obstaculiza un verdadero cambio significativo.

A nivel social, nuestra fascinación por la comida, incluida la creciente comercialización del “gourmet” a través de interacciones infinitas de chef famosos y reality shows, acerca el nivel de indulgencia a la gula culturalmente sancionada y económicamente promovida. Como un macrocosmos de lucha del individuo con los apetitos de escape, la gula a nivel social implica una cultura priva de objetivos más elevados y de bienes más poderosos. Sugiere un malestar espiritual más amplio en que se dedican tanto tiempo, energía y atención a la apreciación de la comida, con sus correspondientes enfermedades físicas así como la epidemia de la obesidad, diabetes y problemas cardiacos.

Censurar los intereses corporativos es seguramente un paso necesario para corregir el deslizamiento de la sociedad hacia la obesidad, pero a nivel individual nada podría ser más significativo como la plena apreciación de vicios y virtudes en  lucha por encontrar significado y felicidad en nuestra vida.

Zac Alstin es editor asociado de MercatorNet, donde fue publicado este artículo. Su blog es zacalstin.com

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