Hace tiempo que la televisión dejó de ser la “caja tonta”. No es ningún secreto que las series de televisión, fundamentalmente las producidas en Estados Unidos, están convulsionando el medio y dejando con cara de tonto a más de uno. Las ficciones televisivas han experimentado un cambio sustancial en su ADN que ya nada tienen que ver con las viejas ficciones de la escuela de Dallas o Falcon Crest.
Al contrario que hace años, cuando la televisión era el refugio de actores y directores venidos a menos, ahora el medio se ha convertido en el regazo perfecto para alumbrar a verdaderos literatos de la ficción por entregas. Si de algo se diferencia las series del cine, con quien siempre se las compara, es en el proceso creativo.
Una serie es el fruto de una idea autónoma aliñada, complementada y desarrollada por las aportaciones externas –acreditadas- de guionistas ajenos. Es decir, uno tiene la idea, y otros la alimentan. Al final se hará lo que el showrunner decida, él es el que tiene la última palabra, pero sin las aportaciones que se cocinan en la “sala de guionistas” no habría nada que hacer.
Lo fantástico y admirable de las series de televisión es que habiendo media docena de cabezas pensantes en la redacción de cada uno de sus guiones, puestos uno detrás de otro, todos comparten un mismo objetivo, un mismo tono y una misma atmósfera. El showrunner es el responsable de que esto ocurra y el que impondrá un objetivo, un tono y una atmósfera concreta. Todavía más admirable, y al mismo tiempo paradójico, es que de esta ensalada de escritores broten algunos de los relatos mejor empaquetados y compactados de la narración moderna.
No obstante, todo tiene sus matices. De entrada, parece lógico pensar que una serie de televisión de, digamos trece episodios de cuarenta minutos por temporada, desarrollará mejor los personajes que una película de dos horas. Faltaría menos. De hecho, el gran logro de las series de televisión es precisamente este, el proceso creativo, la historia, las subtramas, los finales en suspenso, los personajes, las soluciones de guión, en suma, todo lo que tiene que ver con el drama. Sin embargo, esta creación coral tiene sus inconvenientes en la figura del autor como mente que concibe lo narrativo.
Un relato en cine o televisión es narrativo y dramático. Lo narrativo es cómo se nos cuenta una historia lo dramático es qué historia se nos está contando. En lo dramático, por poco que sus guionistas tengan buen criterio y capacidad de coordinación, el producto resultante debería ser bueno por definición. Vale que esta no es empresa fácil pero tiene su truco.
Ahora bien, hasta la fecha y salvo contadísima excepciones, las series de televisión no llegan ni a la suela de los zapatos a los planteamientos narrativos (cómo se nos cuentan las cosas) en los que se mueven algunas películas. Por poner solo un ejemplo, una ficción televisiva nunca podría escenificar un plano secuencia como el de Sed de mal o llegar al radicalismo visual y conceptual de 2001. La televisión, por su naturaleza no dispone de tanto tiempo ni se puede permitir el riesgo. La tele está infectada por el virus del tiempo y es alérgica al riesgo salvo contadísima excepciones en episodios aislados como Los Soprano, Breaking Bad o Fargo por poner solo unos pocos ejemplos.
Las series están honrando un medio vilipendiado durante décadas pero dejemos las cosas claras. De momento ninguna ficción en televisión ha desarrollado planteamientos narrativos y visuales a los extremos a los que ha llegado el cine. Tal vez porque a fin de cuentas son dos medios que aunque hermanados, en el fondo son muy diferentes. Tan lejos, tan cerca.