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¿La soledad es mala?

soledad

© Bert Kaufmann

Enrique Anrubia - publicado el 27/03/15

Ahí está Él, callado y reservado, esperando a que uno, en su soledad, diga algo

El mundo se debate entre una soledad tildada de egoísmo y un asociacionismo aborregado. Quizás cabe entender la soledad desde otro punto de vista.

Siempre enigmática la frase “no es bueno que el hombre esté solo”, siempre la primera aparente rectificación divina de Dios que explicita que, efectivamente, hubo un momento en la historia de la humanidad que el hombre estuvo solo, y lo estuvo de verdad y lo estuvo antes del primer pecado y de su primer mal.

Quizás da igual si ahora fue él o ella, si fue mujer o varón.

Quizás sea bueno estar con un semejante, pero hubo un momento en la historia del Bien Absoluto que el hombre estuvo solo. Y existió una soledad que nadie culpabilizó, ni la llamó “egoísmo individualista” ni causó extrañeza.

Demasiadas veces se ve a la gente ampararse en una compañía y en creer que actúa y piensa por sí misma. Se ve repetir ideas, frases, acciones y hechos que incluso tienen cierta maldad: grupos que hacen ocultar -sin darse cuenta ni ellos-, que impiden la verdadera y buena soledad.

Te dicen: “pensarás y actuarás por ti mismo”. Te lo dicen seriamente y convencidos de corazón: “aquí, tú serás tú”, y ya está hecha, con esta añagaza, la treta en la que uno se cree uno, haciendo lo mismo que los demás aunque en su modalidad propia.

Y es que un grupo da mucha seguridad, y relaciones, y trabajo, y actividades, y una lista de teléfonos a los que llamar para hablar de cosas serias e importantes y de cosas banales e intranscendentes. Siempre que pienso en esto recuerdo aquella frase de mi viejo profesor: “es un ocultamiento que se oculta a sí mismo”.

Un grupo a veces te hace creer que piensas y actúas por ti mismo sin hacerlo, algo que se oculta y que incluso oculta que se ha ocultado.

Fácil de detectar si es así: si uno lo ve razonable, que se vaya del grupo, y que observe quién no le deja, no ahora, en años, no cuando te acogen si vuelves, sino cuando no estás. Fácil de detectar si es así: las respuestas y las acciones son previsibles. Más exactamente: las respuestas y las acciones son anticipadas a las preguntas y los problemas. “Tenemos ya, aquí y ahora” la respuesta. No voy a hablar más del tema, da para más y ahora no es el caso.

Pero como contraste sirve para algo: hay una soledad propia del hombre. Se ve en raras ocasiones y en poca gente y de esa poca gente en pocas situaciones. Esposos que saben que hay un punto inviolable de soledad en toda relación: con sus cónyuges, con sus hijos, con lo más íntimo y cercano y carnal que tienen.

Lo confiesan y lo dicen en voz baja, en una esquina, contigo, en un día paseando o ante un café o tras un cine. Y lo dicen sin angustia, pero aun y todavía con la tristeza de no haber descubierto del todo la soledad del Bien Absoluto, del misterio de la Vida.

Porque intuyen que el “misterio del grupo o de la compañía” no es el asunto y que da de sí lo que da de sí (que algo da, sinceramente), y que llega donde llega. Ellos, con sus preguntas inquietas y esa experiencia aún sin nombre, son los verdaderos poetas del vivir, aunque no escriban libros y versos, los verdaderos intelectuales que hacen de la idea carne y de la vida una seriedad alegre y comprometida.

Todos tenemos amigos que saben que ni los amigos llegan, ni son, ni están: años de amistad que en momentos de profundísima real realidad se tornan vaporosas, pero no por su falsedad, sino porque no están hechas para eso.

¿Qué diálogo esperar de alguien que no puede darte una respuesta?, ¿qué diálogo hay en aquello que la respuesta soy yo, eres tú?

Pero no nos equivoquemos: esto no es un subjetivismo exagerado, un egoísmo absurdo e hilarante (que además nadie vive, aunque los moralistas –muchos católicos de grupo y otros muchos no católicos de otros grupos- no se cansan de describir). Esto es, más bien, la honda vida del yo que en verdad está en toda epidermis y que poca gente se atreve a tocar

.
Y parece que esa buena soledad, también Dios la selló así, desde la gracia y la visión benevolente del mundo. Ahí está Él, callado y reservado, esperando a que uno, en su soledad, diga algo.

Lo dijo, lo anunció, lo escribió: “Voy a seducirla, la llevaré al desierto y la hablaré al corazón”, canta Oseas. ¿Por qué no nos llevaste a cenar?, ¿al cine?, ¿o a mi montaña querida? Nos llevaste donde sólo se puede decir algo en donde no hay nada sino esto: “yo”.

Desde la confianza en esa forma de vivir la soledad, parece que esa nada es la que hace que uno empiece a decir algo por sí mismo al mundo, a su esposo, a su amigo. Más: algo de sí mismo.

Por eso, los errores de una soledad necesitan de la misericordia divina. No hay soledad sin Dios, porque así Dios ama al hombre.

Y quien no lo entienda, puede seguir con su grupo, que no es malo, simplemente es simple. Algún día, alguien dirá “yo” y podrá darse al mundo porque él quiso y no por otra cosa, y no por otro hombre y ni siquiera por Dios, porque el mismo Dios no nos quiere aborregados.

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