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¿Cómo dialogar con la indiferencia?

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© Fotos GOVBA / Flickr / CC

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Aleteia Team - publicado el 25/02/15

El diálogo sobre la trascendencia puede empezar con una reflexión en torno a valores sociales imprescindibles y comúnmente aceptados

La cuestión no es nada sencilla, puesto que resulta de una gran complejidad. Con el ateo se puede debatir en torno a Dios, el ateo habla de Dios, para negarle, claro está, pero habla de Él.

Con el indiferente, en cambio, es muy difícil abordar el tema de Dios; pues, en principio, niega incluso el debate, ya que rechaza el diálogo por considerarlo una pérdida de tiempo, una inutilidad total.

Por esto Marx concebía a la indiferencia como el estadio de plenitud al que debía llegar el ateísmo; éste debía de ser superado por la indiferencia pues ella representaba la máxima forma de negación de Dios.

Al indiferente no le interesa el problema de la trascendencia, es más, posiblemente incluso le aburra hablar de ello.

En ocasiones parece que sólo la catástrofe o el desastre son capaces de conmover y, por ello, es como si sólo estas situaciones pudieran sacar a alguien de la indiferencia.

Para poder establecer un diálogo con el indiferente en torno a cuestiones trascendentes creemos que puede ser una buena estrategia el emprender una reflexión en torno a valores sociales imprescindibles y comúnmente aceptados.

Así, todas las cuestiones relativas a los derechos humanos, el respeto a la libertad, la tolerancia, la solidaridad, el pacifismo —entendido como educación para la paz—, el ecologismo —entendido como crecimiento sostenido o crecimiento armónico del estado de bienestar respetando el medio ambiente—, pueden servir como punto de partida para el diálogo con el indiferente.

En efecto, todo el mundo quiere ser feliz, y el indiferente no constituye ninguna excepción; es más, el indiferente lo es porque considera que la obtención de la felicidad se haya en la identificación absoluta con la finitud, de tal manera que cualquier alusión a la trascendencia supondría una traición a la finitud y con ello se produciría una enajenación que menguaría su nivel objetivo de felicidad.

La reflexión en torno a ciertos valores personales y sociales imprescindibles para la digna realización de la vida humana en común puede ser un buen camino para poder llegar a dialogar con el indiferente en torno a la Trascendencia.

La reflexión sobre dichos valores conlleva, inevitablemente la interrogación en torno a la cuestión del fundamento.

Si queremos huir de un relativismo axiológico radical que sería absolutamente nihilizante y que, en el fondo, dejaría sin fundamento racional posible a tales valores, no queda otro remedio que plantearse la necesidad de encontrar un fundamento objetivo absoluto que cimiente de un modo universal y perenne a dichos valores.

¿Por qué los Derechos Humanos han de ser universalmente válidos? ¿Por qué he de respetar la libertad de los demás? ¿Por qué resulta absolutamente inaceptable la manipulación, que en algunos casos ha llegado hasta el holocausto, a la que han sometido a la persona humana las concepciones políticas totalitaristas? ¿Cuál es el fundamento de la dignidad humana?

La reflexión en torno a otras preguntas inalienables a todo ser humano tales como la interrogación por el sentido de la vida, del dolor, del mal y de la muerte, pueden y deben servir como reflexiones propedéuticas que, si se quiere tratarlas a fondo, requieren una inevitable alusión a la Trascendencia.

Así, para aspirar a salir de la indiferencia ambiental que se respira en nuestros tiempos se requerirá un profundo debate filosófico sobre dichas cuestiones.

Pero se ha de tratar de un debate muy especial, pues las reflexiones filosóficas, que inevitablemente habrán de resultar abstrusas en virtud de la naturaleza de los temas, deberán presentar sus resultados del modo más comprensible
que se pueda a fin de que sean accesibles al máximo número posible de personas.

La indiferencia como escudo

La indiferencia en muchos casos no deja de ser un mecanismo de defensa psicológico frente a la aterradora angustia existencial que supone la falta de respuesta a dichos interrogantes.

La abrumadora soledad que representa para el espíritu humano el carecer de respuesta a dichos interrogantes hace que resulte casi imposible vivir en dicho vacío existencial sin experimentar una sensación de náusea por la carencia de sentido de la existentica humana en un mudo sin Absoluto, como la que manifiesta Roquetin, el protagonista de la célebre novela sartriana La náusea, paradigma literario del ateísmo existencialista y que tuvimos ocasión de analizar en la tercera parte.

Una manera de superar este trauma puede consistir perfectamente en negarse a plantearse tales cuestiones volcando el espíritu en objetivos puramente finitos.

La vida humana se convertiría así en una especie de movimiento caleidoscópico cuyo horizonte se limitaría a la pura inmanencia y se autoprotegería del acecho de la angustia existencial mediante la velocidad vertiginosa con la que se sucederían los anhelos finitos del espíritu humano.

De este modo Ser y Tiempo estarían íntimamente ligados, pero ya no en el sentido en el que quiso presentarlos Heidegger. Ahora el tiempo —finito— sería el cauce en el cual se disolvería el ser.

El ser se ahogaría, por agotamiento, en un devenir exhaustivo, no habría valores permanentes, todos los valores serían puramente convencionales y temporales, constantemente se estaría produciendo una transvaloración, de este modo podríamos llegar a creernos que no era necesario interrogarnos por el fundamento de dichos valores, ya que tal fundamento no podría ser otro que la voluntad de nuestro consenso.

Y así la voluntad de poder, el llegar a ser lo que queremos ser, sería el criterio último de verdad y de bondad de los valores morales actuales.

Fragmento del libro El dios de los ateos, de Carlos A. Marmelada (Editorial Stella Maris, Barcelona, 2014).

Tags:
ateismofilosofía
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