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¿El Cristianismo puede salvar a Occidente de la ruina?

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Tom Hoopes - publicado el 21/11/14

¿Y usted, católico, sabe lo que nosotros tenemos que hacer?

“Todo lo que sucedió cuando el Imperio Romano cayó está sucediendo también hoy”, me contó mi hijo de 12 años.

“Nuestro profesor tiene una lista completa de ejemplos”, añadió.

De hecho, la moralidad cívica y personal está también en quiebra en nuestra época. Vemos señales de decadencia en casi todas las propuestas de entretenimiento de masa. Hay en Occidente una “monstruosa amalgama de Mercado y Estado”, como dijo Alasdair McIntyre, mientras los nuevos poderes ascienden en Oriente. Aquí, nuestros índices de aborto, eutanasia, violencia en las calles, guerra, suicidio y enfermedades de transmisión sexual sugieren que los bárbaros ya están dentro de nuestras fronteras, y ya desde hace un buen tiempo.

Y, así como antes, nosotros cristianos estamos en medio de este escenario perturbador.

Así como antes, buena parte de nosotros cristianos, está de la mano con las elites, añadiendo su triste traición al caldo común de la corrupción. Los católicos de todos lados; en las universidades, en los hospitales y las oficinas de las empresas, son líderes en la cultura de la muerte.

Pero, así como antes, este no es el panorama completo de la Iglesia en nuestros días. También hay católicos, en todos esos lugares, que aún son el antídoto para las peores tendencias de nuestra cultura.

¿Cuál es la tarea de un cristiano cuando el “imperio” se cae a pedazos? La misma de siempre. Como dijo el Papa Benedicto XVI, “cuando la oscuridad parecía estarse esparciendo por Europa tras la caída del Imperio Romano, San Benito trajo la luz de la aurora para brillar sobre este continente”.

Cuando el Imperio Romano entró en su “edad oscura”, los católicos ya conservaban la luz de Cristo en los monasterios, casas, escuelas e iglesias y pudieron comenzar a restablecer la civilización.

Una de las tristes consecuencias de la vida contemporánea es que nuestra cultura se ha vuelto brumosa y anónima. Nos volvimos un conjunto de individuos que circulan en órbita unos de los otros, limitándonos a nosotros mismos.

Vea, por ejemplo, el proceso cada vez más automatizado de comprar. Disponemos de una variedad enorme de bienes que vienen hasta nuestras tiendas sabe dios de donde, gracias a sabe dios quien. A la hora de pagar, ya existen (y van a existir cada vez más) cajas inteligentes equipadas con lectores de chip que leen de una sola vez todos los códigos de los productos del carrito de la compra, dispensando a cualquier funcionario humano. Pagamos con nuestra tarjeta o con algún dispositivo de teléfono celular, volvemos al estacionamiento igualmente automatizado y nos vamos sin necesitar hacer contacto visual con absolutamente nadie. O ignoramos incluso este proceso y hacemos todo online, sin siquiera necesitar salir de casa. Es una ventaja evidente poder contar con estas alternativas, pero este fenómeno también debería despertar en nosotros algunas reflexiones sobre la pérdida creciente de contacto humano con los llamados “extraños”.

En la actual “economía made in China”, es muy común estar a millones de kilómetros de distancia de las personas que han producido la mayor parte de los artículos que compramos. También estamos, fácilmente, a centenares de kilómetros de las personas que cultivaron los alimentos que llevamos a nuestra mesa. De nuevo: esto nos trae comodidades y tiene sus ventajas prácticas, pero va limitando cada vez más nuestra experiencia de entrar en contacto cotidiano con personas que no forman parte de nuestro círculo de convivencia más íntima.

Y sabemos, no obstante, que las relaciones verdaderamente humanas necesitan de una interacción real.

Algo particularmente irónico es lo siguiente: vivimos en una era en que los católicos muchas veces interpretan que la “Nueva Evangelización” consiste en “estar online”. Las herramientas virtuales forman parte de la misión, está claro, pero necesitamos repensar profundamente este enfoque. En esta época, tal vez excesivamente digitalizada, la Nueva Evangelización también significa salir de este esquema y conocer de verdad a las personas, en la vida real, cara a cara.

“Amar a Dios sobre todas las cosas” significa mucho más que “publicar una imagen de la Divina Misericordia” en una red social. “Amar al prójimo como a uno mismo” significa mucho más que poner un “’me gusta’ en todas las actualizaciones del estatus de los ‘amigos’ que cuestionan las políticas laicistas”.

Los benedictinos establecieron comunidades en sus monasterios medievales y enseñaron al mundo a imitar sus virtudes sirviéndose del comercio y la educación. No obstante, nuestra época se hunde en una oscuridad iluminada por las pantallas de los smartphones, tal vez mirar a los ojos al otro lo haga destacar como vencedor en la lucha por mostrar a las personas un sentido más profundo de vivir.

Necesitamos mostrar a las personas, cuando captamos su atención, que existe esperanza en el mundo. Las personas quedan fascinadas con la libertad y con el amor; con personas que realmente consiguen vivir para los demás y sacrificarse por los otros; con personas que son radicalmente libres. Y la Iglesia es la casa adecuada para eso.

El pasado mes de octubre, murió el brillante teólogo Lorenzo Albacete. Los periódicos “The New York Times” y “The Washington Post” elogiaron su vida. Ellos vieron en ese teólogo la belleza de la fe realmente vivida.

Albacete declaró en 2005: “La fe y la experiencia de vida deben corresponder una a la otra. Esto fue lo que dijo San Benito. Necesitamos minorías creativas para establecer formas de vida atractivas para las personas que sufren la crueldad del mundo de hoy”.

“The Washington Post” también recordó que Albacete había dicho: “Si mañana fuera revelado que el Papa tenía un harén, que todos los cardenales habían conseguido mucho dinero en operaciones escandalosas con empresas corruptas y que los obispos estaban envueltos en la pornografía en Internet, la situación de la Iglesia sería muy parecida a la situación que la propia Iglesia vivía a finales del siglo XII, en la época en que San Francisco de Asís besó el rostro de un leproso por primera vez”.

Y ese beso comenzó a cambiar todo.

El Cristianismo puede y debe levantarse nuevamente por encima de las ruinas del imperio. Y lo hará. Basta que levantemos la mirada por encima de las pantallas de nuestros juguetes electrónicos. Basta que nos atrevamos a besar de nuevo el rostro de los leprosos de nuestro tiempo.

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